Dejo de ser gozosa porque no tengo hijos?

Carol de Rossi
Coalición por el Evangelio
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Era un sábado por la tarde cuando nos pidieron entrar a la oficina de mi esposo porque precisaban compartirnos algo. Han pasado varios años desde entonces y, con solo cerrar los ojos, puedo recordar como si fuera ayer el momento en el que nuestros amigos nos dieron una bolsita conteniendo una prueba positiva de embarazo y otro detalle. ¡Finalmente salía positiva! Después de tanto tiempo esperando y orando.

Recuerdo los gritos llenos de emoción, las lágrimas y esos abrazos tan apretados. Sin embargo, pocos días después, esos gritos, esas lágrimas y esos abrazos se repitieron pero esta vez llenos de dolor.

El bebé había dejado de existir. El gozo parecía haber salido de la habitación y solo quedaba el silencio que golpeaba con preguntas y las lágrimas que brotaban buscando consuelo. Así pasaban los meses nuestros amigos: con la cuna vacía.

El anhelo de muchas parejas es disfrutar el gozo que trae consigo la llegada de los hijos. Sin embargo, si no vienen en el tiempo que esperan, pronto se preguntan: “¿cuándo llegarán?”. Lamentablemente, para algunos ese anhelo tarda mucho en llegar o nunca llega.

También hay mujeres solteras que anhelan formar una familia y tener hijos, pero no llega el novio y sus años fértiles van quedando atrás. Las mujeres casadas y las solteras que atraviesan por esas carencias maternales suelen aferrarse tanto a ese anhelo, que llegan a pensar que solo alcanzarán el gozo cuando satisfagan su anhelo.

Sin embargo, en medio de la confusión, incertidumbre o frustración que esta ausencia trae consigo, tenemos que reivindicar una certeza mayor que es la fuente de todo gozo: Cristo.

En los zapatos de Ana

Ana vivió durante un tiempo de profunda inestabilidad política y espiritual en Israel. La Biblia nos dice que el Señor no le había dado hijos a Ana (1 S 1:5). Ella sufría por esa situación, pero su sufrimiento era mayor porque su rival, Penina, la “provocaba amargamente para irritarla porque el Señor no le había dado hijos” (1 S 1:6). Estos versículos recalcan la misma frase: “el Señor no le había dado hijos”.

No se nos menciona abiertamente que Ana fuera estéril, como se describe que era el caso de Sara (Gn 11:29). Pero era evidente que la ausencia de hijos se consideraba como una maldición irremediable en el mundo antiguo. Algo estaba mal. Alguien estaba mal. Pero ¿cómo es en nuestros días? ¿Cómo es percibida una pareja sin hijos? Quizá no llegamos tan lejos como para utilizar la palabra “maldición” de manera literal, pero ¿acaso no cae un cierto menosprecio o quizás un cuestionamiento encubierto ante la ausencia de hijos?

Considera el menosprecio que pueden llegar a padecer algunas parejas cuando no son invitadas a actividades para mujeres con hijos. En el mismo sentido, ¿qué hay de las solteras que anhelan formar una familia y tienen que soportar en silencio las preguntas acusadoras disfrazadas de bromas que les recuerdan que si no hay novio, mucho menos habrán hijos?

Ana no cuestiona a Dios, sino que reconoce su necesidad en medio de la prueba y busca dejar su anhelo en la presencia del Señor.

Resulta un tanto irónico que el nombre de Ana significa “gracia”. ¿Dónde está su regalo? ¿Dónde está su bendición? En lugar de todo esto, hay burla, provocaciones y palabras hirientes que lastiman. Quizá tú estás lidiando con una situación semejante que te produce confusión, angustia o dolor. El sufrimiento es real. Ana lloraba y no comía (1 S 1:7b).

Quisiera pedirte que tengas en cuenta este primer pensamiento: No soy menos gozosa porque no tengo lo que quiero, sino porque he puesto mi mirada en lo que no tengo.

Pon tu esperanza en Dios

La sociedad suele ver la maternidad de maneras opuestas y confusas. Muchas mujeres son alentadas a realizar este sueño sin importar los medios. Seguramente has leído o conoces la historia de alguna mujer que se ha convertido en mamá sin tener un esposo o siquiera una pareja. Promulgan a viva voz que se puede ser mamá sin un hombre y que lo importante es perseguir tu sueño y buscar tu felicidad: la maternidad. Eso suena a algo como “el fin justifica los medios”.

Lo anterior me hace recordar la experiencia de Sara. Ella misma, en medio de su desesperación por tener hijos, buscó una manera de “ayudar” a Dios por medios permitidos socialmente, pero no aprobados por Él. Cuando Ismael fue concebido, producto de la relación fomentada por Sara entre Abram y su sierva Agar, ¿fue Sara más dichosa? La respuesta es un rotundo no. Por el contrario, la situación se tornó peor y el tan anhelado gozo no aparecía por ninguna parte. Todo se puso de cabeza. Sara tuvo lo que quiso, pero no en la forma en que Dios quería dárselo. Nunca habrá gozo verdadero cuando se le da la espalda al Señor.

Quizá te encuentres así, pensando en un “si tan solo tuviera” que cambiaría tu vida por completo y te llenaría de felicidad. Estás empezando a darle cabida a uno de los medios aceptables de la sociedad, pero sabes bien que no le agrada al Señor. Sin embargo, como Sara, piensas más en el fin que en el medio. Recuerda que Sara tuvo lo que quería, pero sin gozo.

Ana no actuó al igual que Sara. Si continuamos con el retrato de Ana, veremos un ejemplo tan valioso como impactante. En su vida aparece algo que pareciera irrelevante, pero que cambia todo: “esto sucedía año tras año; siempre que ella subía a la casa del Señor” (1 S 1:7). Las burlas sucedían cada año mientras ella iba a adorar al Señor. Imagina las preguntas: “¿a qué vienes?”, “¿acaso tienes motivo para agradecer a Dios?”. Aunque Ana no tenía motivo aparente por el cual agradecer a Dios o adorarle, aún con sus manos vacías ella subía cada año, fielmente, a encontrarse con su Señor.

Ana, en medio de su carencia, derramaba su corazón delante de Dios: “Pero, Ana también, aunque muy angustiada, oraba al Señor mientras lloraba” (1 S 1:10). Sabiendo que no tenía aquello que anhelaba, corrió al único lugar donde sí había esperanza y consuelo: “Luego de derramar su corazón delante del Señor, se puso en camino, comió y ya no estaba triste su semblante” (1 S 1:18). A diferencia de Sara, aquí el escenario cambia por completo al poner todo en orden porque Ana ya no estaba triste. Ana había descansado en el lugar correcto.

De seguro podrías pensar que ella ya no estaba triste, pero Ana seguía sin tener esa respuesta a aquello que tanto pedía. Sin embargo, Ana sabe ahora que ese anhelo insatisfecho no le quita el gozo. Ana no cuestiona a Dios, sino que reconoce su necesidad en medio de la prueba y busca dejar su anhelo en la presencia del Señor.

Tengamos en cuenta este segundo pensamiento: No soy menos gozosa porque no llega lo que quiero, sino porque pongo mi esperanza fuera de Dios.

La verdadera fuente de gozo

Hay muchas cunas vacías alrededor del mundo. Muchos brazos anhelan sostener a un bebé. Existen muchas manos aguardando el momento de sostener una mano más pequeña que la suya, la de un hijo. Hay muchas mujeres anhelando esa realidad.

Cientos de años después de la historia de Ana, en un rústico establo descansaba un bebé en el pesebre. Cristo, el Mesías, había nacido en Belén. El Verbo se hizo carne para habitar entre nosotros (Jn 1:14).

¿Te encuentras en ese tiempo de espera en el que pareciera no llegar el bebé o el esposo con el cual podrías formar una familia? Mira conmigo este evento trascendental: ese bebé llegó sin nada y fue depositado en un abrevadero para animales, pero el que no tenía nada llegó para saciar nuestras almas sedientas. Este bebé llamado Jesús, nuestro Redentor, creció, murió y resucitó para darnos vida y vida en abundancia. Este bebé que aparentemente nadie esperaba fue el que hizo que la verdadera espera terminara con su llegada.

Ana esperaba cientos de años antes no solo un bebé, sino principalmente a su Salvador: “Mi corazón se regocija en el Señor, mi fortaleza en el Señor se exalta… por cuanto me regocijo en tu salvación” (1 S 2:1). Ana recibió lo que anhelaba, pero su regocijo no estaba en su hijo, sino en la salvación del Señor. Ella no se quedó con su hijo por su mero gozo y plenitud. Ana lo deja ir y luego de entregarlo expresa un cántico que nos deja ver con claridad en dónde estaba puesta su confianza. Su gozo no provenía de tener o no tener hijos.

En Jesús tenemos gozo a pesar de nuestras circunstancias. ¡Somos muy gozosas porque Él es nuestro gozo cumplido!

Ella oró angustiada, pero al terminar salió sin tristeza, con sus manos vacías, aguardando, pero con los ojos puestos en su Señor, en quien se sintió completamente satisfecha y dichosa.

Vidas gozosas en Él

Aquellos días fueron como un trago amargo para nuestros amigos. La profunda alegría por la noticia de su embarazo se esfumó en cuestión de días. La realidad nos había golpeado, recordándonos que en el mundo enfrentaremos dolor y que no todos nuestros anhelos serán satisfechos.

Al igual que Ana, la mayoría de mis amigas más cercanas ha atravesado su “año tras año siempre que subía a la casa del Señor” aunque para ellas luce más como “domingo a domingo cuando se congregaban”, en los que había espacio para el desánimo o la tristeza. Momentos en los que quizá, podría parecer que no hay motivos para dar gracias a Dios o tener contentamiento. Pero en medio de estos anhelos insatisfechos, hemos aprendido que hay un gozo mayor.

Quizá tu gozo también ha desaparecido, pero no porque no tienes lo que tanto anhelas, sino porque así como yo has puesto tu mirada en lo que no tienes y tu esperanza fuera de Dios. Pero hoy quiero recordarte que tenemos un gozo y anhelo mayor que nos ha sido dado: Cristo. Él, y no los hijos, es nuestra plenitud. En Él tenemos gozo a pesar de nuestras circunstancias. ¡Somos muy gozosas porque Él es nuestro gozo cumplido!

“¿Por qué te desesperas, alma mía,
Y por qué te turbas dentro de mí?
Espera en Dios, pues lo he de alabar otra vez.
¡Él es la salvación de mi ser, y mi Dios!”
(Salmo 42:11).

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