Un corazón como el del hijo mayor

Luis Caccia Guerra
La Roca Ministerios
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En Lucas cap.15 encontramos la parábola del Hijo Pródigo. El hijo menor pide la parte de su herencia anticipada a su padre y se va de la casa. Dilapida su fortuna en vicios y basura, y ya en la ruina, cae en la cuenta de su miseria y decide volver a los amorosos brazos de su padre. El hermano mayor, el que permaneció en casa junto al padre, no duda en mostrarle todo su desprecio.  Dos hermanos, dos vidas. Dos conductas diametralmente opuestas en todo sentido. Y el inmenso amor de un padre. 

Para el hijo menor, ya el sólo hecho de pedir la herencia anticipada al padre, en vida, en aquella época constituía una ofensa gravísima. Tan grave se consideraba, como desear la propia muerte del padre. 

Para el hijo mayor, en cambio;  por el sólo hecho de que se quedó, se creyó mejor que su hermano. 

Y levantándose,  vino a su padre.  Y cuando aún estaba lejos,  lo vio su padre,  y fue movido a misericordia,  y corrió,  y se echó sobre su cuello,  y le besó. (Lucas 15:20 RV60) 

En el contexto de este abrazo apasionado, nuestra ruina interior puede tal vez parecernos aceptable. Y es que rápidamente nos acostumbramos a la conducta pasiva de vivir incómodamente entre escombros, encerrados en nuestra propia tumba y junto a nosotros enterrados nuestros más bellos sueños. La misericordia y gracia soberana de Dios, cobran entonces, inusitado valor y se agigantan sobre nuestras vidas sanando las heridas, trayendo vida y esperanza donde había muerte, bálsamo en donde no había más que dolor. En Juan 8:6 lo encontramos a Jesús escribiendo con el dedo en tierra, mientras los fariseos, que se creían superiores a los demás, buscan de qué agarrarse para condenar a una mujer pecadora. Tal vez Jesús escribía en tierra los pecados de la mujer, donde los vientos de la dulce Gracia de Dios borran las rebeliones y trae sanidad al alma… 

El hijo menor tuvo que tener el valor de desnudar su alma, atreverse a asomarse al oscuro abismo dentro de su corazón, reconocer la ofensa cometida y hacer algo para mitigar aunque sea en parte, el daño causado. Es que no hay arrepentimiento sin quebrantamiento. No hay quebrantamiento sin discernimiento. Y no hay discernimiento sin el Espíritu de Dios, que es quien da la convicción de pecado. 

Pero… ¿Qué del hijo mayor que permaneció todo el tiempo en la casa de su padre? 

A menudo, la historia del hijo menor que se va y vuelve, habiendo dilapidado su fortuna, e inclusive su futuro, suele “eclipsar”, la actitud del hijo mayor. Porque había permanecido en la casa del padre, parece que  había “cumplido” con todo. Se creyó ACREEDOR, demandando bendiciones de la mano de su padre, que por otra parte, ya las tenía; ya le pertenecían y siempre le pertenecieron (Lucas 15:31). 

El problema eran sus sentimientos. Creía haber realizado méritos suficientes como para reclamar  “sus derechos” en contraste con su hermano menor, que no había hecho más que fracasar, pero que había renunciado a todo, menos a su dignidad de hijo. 

Al final, el hijo mayor, el que se creyó haber hecho todo bien; en realidad demostró que su corazón nunca estuvo más lejos del de su padre.  Teniendo cargos, liderazgo, privilegios, se creyó en posición no sólo de demandar, reclamar; sino también de mostrar desamor y desprecio. Y lo que es peor: porque se quedó se sintió superior. Y es que lo que se derrama, lo que se exterioriza, no es otra cosa, más que lo que en verdad llevamos dentro. Siempre se tiende a demonizar al que se va. Pero… ¿qué del que se queda? ¿Acaso es mejor que el que se va? ¡Cuidado con esto! Bien dijo Nuestro Señor: “es más fácil ver la paja en el ojo de tu hermano que la viga en tu propio ojo” (Lucas 6:41-42). Un corazón como el del hijo mayor: más cerca de la casa que del corazón del padre. Más cerca de la iglesia que del Cielo. 

Recuerda,  por tanto,  de dónde has caído,  y arrepiéntete,  y haz las primeras obras;  pues si no,  vendré pronto a ti,  y quitaré tu candelero de su lugar,  si no te hubieres arrepentido. (Apocalipsis 2:5 RV60)

Comentarios

  1. Recuerdo la primera vez que un misionero, Leon White, nos llamó la atención sobre ese muchacho. Me identifiqué con él inmediatamente... (con el hermano mayor, digo...)

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  2. Generalmente somos tan hábiles para sacar a flote los pecados del prójimo, como para poner a buen recaudo los nuestros.

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