CUANDO CONDICIONAMOS EL PERDÓN

Alex Díaz
Coalición por el Evangelio
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Todos los derechos reservados-Publicado con permiso




Eran las 8:00 am. El olor del café recién hecho comenzaba a llenar la casa. Mi esposa se alistaba y, después de saludar a mis hijos, tomé el primer café de la mañana. Mi teléfono comenzó a vibrar y decidí enviar un mensaje pidiendo que me llamen en unos minutos pero, una vez más, el teléfono insistió y así que supe que algo no estaba bien.

Al decir “hola”, escuche: “¡Pastor, ya no puedo más, ya no!”. Esa era la voz de una esposa que, muy de mañana, había estado discutiendo de manera acalorada con su esposo. Yo podía escuchar insultos, gritos y un llanto desesperado.

Pedí a ambos que dejaran de gritar y fueran a un lugar privado. Tomé un tiempo para orar por ellos. Después hubo un silencio con respiraciones llenas de ira, así que pregunté qué pasaba, cómo habían llegado a ese punto y cuál fue el detonante del conflicto.

Estas fueron algunas frases que escuché a continuación:

  • Tú nunca recuerdas lo que te pido.
  • Dices que lo vas a hacer y terminas por no hacerlo.
  • Me da miedo decirte algo por qué ya sé que te va a enojar.
  • ¿Tiene sentido que te lo diga? Nunca te ha importado.
  • Cada vez que puedes me recuerdas mis errores.
  • Me haces sentir como tonto(a).

Una dinámica destructiva

Después de escucharlos, concluí que allí no solo había un problema de comunicación, sino también de apreciación. ¿Por qué digo esto? Porque cada uno demandaba algo del otro y, al no recibirlo, se culpaban mutuamente. Eso los mantenía en un estado de descalificación mutua que creció y se volcó en insultos.

Era claro que este problema no había comenzado esa mañana, sino que ya era una dinámica constante que evidenció la ausencia de perdón. Ellos habían entrado en un espiral descendente con este pensamiento: “Si tú lo haces, yo lo hago; si no lo haces, yo no lo hago”. Ambos creían que lo justo era recibir del otro lo que supuestamente merecían.

Esta dinámica los mantenía necios y egoístas. Los mantenía lejos del perdón que lleva a la reconciliación. Estaban condicionando el perdón y buscando garantizar que en el futuro no volviera  a suceder lo que en el presente estaba pasando. En sus mentes, solo estaba esto: “Te perdono, pero debes garantizarme que no sucederá otra vez”.

¿Cómo podemos ver con claridad cuando condicionamos el perdón a otros, de manera que podamos guardarnos de caer en esta dinámica destructiva? Aquí hay algunas preguntas que pueden ayudarnos:

  1. Para perdonar, ¿pido la garantía de que no vuelva a suceder la falta como una amenaza para mantener o no la paz con mi prójimo?
  2. ¿Constantemente estoy recordando al ofensor el pecado con el que me lastimó, para que no lo cometa una vez más?
  3. Para evitar que pequen contra mí, ¿estoy dispuesto a evadir o ignorar al ofensor para que experimente un dolor similar al mío?
  4. ¿Estoy dispuesto a estancar la relación con el ofensor no otorgando perdón sino hasta que yo “sienta” perdonarle?
  5. ¿Ofrezco perdón pero sin ninguna disposición a olvidar?

Aprendiendo de Jesús

Al meditar en estas preguntas, podemos decir que perdonar no es nada fácil. De hecho, los discípulos reconocieron lo mismo ante Jesús. Él primero les dijo: “¡Tengan cuidado! Si tu hermano peca, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca contra ti siete veces al día, y vuelve a ti siete veces, diciendo: ‘Me arrepiento’, perdónalo”. Entonces leemos que los discípulos le dicen: “¡Auméntanos la fe!” (Lc 17:3-5).

Creo que ellos pensaron de esta manera:

  • ¿Cómo haces para perdonar cuando tu ofensor insiste en lastimarte?
  • ¿No sería mejor condicionar el perdón para mantener lejos estos problemas?
  • ¿Cuánta fe se necesita para perdonar y perdonar?

Consideremos con más detalle las palabras de Jesús. Él comienza con una advertencia: “¡Tengan cuidado!”. Después, dice lo inevitable: habrán personas que van a pecar contra ti y seguramente te lastimarán. Pero Jesús va más allá y nos dice “repréndelo”. Esta palabra tiene un sentido de fuerza; así que el énfasis es convencer a quien te lastimó, con una actitud suave y amable, pero firme, mostrándole que aquello que dijo o hizo fue pecaminoso en tu contra. Interesantemente, Jesús dice que el ofendido es quien debe buscar reconciliación con su ofensor.

De esta manera, no hay espacio para condicionar nuestra actitud, porque la primera instrucción de Cristo es que debemos reprender a nuestro hermano, convencerlo de su falta y ganarlo de vuelta. Si se arrepiente, perdonarlo otorgando esta dádiva de manera gratuita y sin rencor. Al hacerlo, recordemos que obedecer al Señor nos traerá paz y esperanza a pesar de los pecados que otros pueden cometer contra nosotros. Piénsalo de esta manera: ganar de vuelta a tu hermano que te ofendió te dará la paz que solo obedecer al Señor da; ponerle condiciones a tu hermano para perdonarle, te mantendrá pecando y sin paz.

Pero también recordemos esto: el evangelio nos muestra que perdonar a otros en realidad no comienza con nosotros sino con Dios, quien nos perdonó primero. “Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió con El mismo por medio de Cristo” (2 Co 5:18). El perdón y la reconciliación proceden de Dios por medio de Cristo a nuestro favor.

Esto nos da la motivación y fortaleza para perdonar a los demás. Condicionar el perdón a otros —cuando ya hemos sido perdonados y reconciliados con Dios— es tener en poco el perdón que nos salvó. Que nosotros perdonemos a otros muestra que tenemos fe, que estamos unidos a Cristo y que el Espíritu Santo mora en nosotros. Perdonar es la evidencia de una vida que lucha día a día en la fe del evangelio. Por lo tanto, oremos como los discípulos le pidieron a Jesús: “Señor, ¡auméntanos la fe!”.


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