Qué ha creído la iglesia sobre la doctrina bíblica de la predestinación?

HERMAN BAVINCK
Coalición por el Evangelio
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Todos los derechos reservados-Publicado con permiso


Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro Dogmática reformada (Editorial Clie, 2023), por Herman Bavinck.

Al afirmar el consejo determinante de Dios, el problema teológico principal al que se enfrenta la teología cristiana tiene que ver con la libertad humana. Los debates dentro de la teología cristiana son un reflejo de los que se producen en la filosofía y en otras religiones, sobre todo en el islam.

El aporte de Agustín de Hipona

Frente a todo pensamiento determinista, la iglesia sostuvo el libre albedrío moral y la responsabilidad de los seres humanos. La enseñanza y la influencia de Pelagio fueron lo que indujo a la iglesia, bajo el liderazgo de Agustín, a clarificar la doctrina de la predestinación.

Para los pelagianos y semipelagianos, la naturaleza humana no quedó totalmente corrompida por la caída. La voluntad humana es libre en un sentido libertario, y sigue siéndolo incluso después de la caída; puede elegir libremente entre dos opciones: el bien o el mal. El pecado nunca es una condición de la naturaleza humana; todo pecado es un acto libre de la voluntad. No existe un pecado original, solo un mal ejemplo. La naturaleza humana caída puede y debe colaborar con la gracia de Dios; la predestinación solo es cuestión de precognición. «[La salvación] es algo que queremos, y que Dios realiza».1

Por el contrario, Agustín insistió que los elegidos «no son escogidos porque creyeron, sino para que creyeran» (La predestinación de los santos, p. 17). La voluntad absolutamente soberana de Dios es el único fundamento de la predestinación, que incluye tanto la elección como la reprobación. Llegó a esta postura mediante el estudio de Romanos,2 y solo pretendía transmitir la enseñanza de la Escritura (El don de la perseverancia, p. 19).

La doctrina de la predestinación de Agustín fue expuesta por primera vez en la obra A Simpliciano (397 d. C.) y fue desarrollada más a fondo en Sobre la admonición y la gracia (427 d. C.), Sobre la predestinación de los santos y Sobre el don de la perseverancia (428 d. C.). Agustín insistía en que Dios no predetermina la destrucción y los medios que conducen a ella (es decir, los pecados) en el mismo sentido en que predestina la salvación y los medios que conducen a ella. Sin embargo, sí estaba dispuesto a hablar de la reprobación; es un acto de la justicia divina, igual que la elección es un acto de la gracia. Dios ha incluido en la membresía de la iglesia a algunas personas que no están elegidas y que no perseveran, para que los predestinados no sean orgullosos y busquen una paz espuria (La admonición y la gracia, p. 13). Es un misterio por qué salva solo a algunos y deja que otros perezcan. No es injusto, porque no le debe nada a nadie. Solo confesamos que la virtud de Dios se manifiesta tanto en la elección como en la reprobación (Ciudad de Dios, XIV, p. 26).

El pelagianismo se condenó en el Concilio de Éfeso (431 d. C.) y más tarde en el Sínodo de Orange (529 d. C.). Sin embargo, este último no se mostró tajante sobre el grado pleno de la corrupción humana, abriendo así la puerta al semipelagianismo.

La doctrina de la predestinación en la Edad Media

Durante la Edad Media, aunque el pasaje crucial, 1 Timoteo 2:4 («… quiere que todos los hombres sean salvos…»), siguió interpretándose restrictivamente como lo hizo Agustín, para evitar las ideas de la salvación universal, la iglesia se fue distanciando gradualmente de Pablo y de Agustín.

La Iglesia católica romana, influida por el nominalismo y percibiendo la necesidad de contrarrestar la Reforma, endureció su postura en el Concilio de Trento. Entre los dogmas establecidos figuran: el libre albedrío humano no se ha perdido por completo y puede realizar auténticas buenas obras (Trento, sesión VI, cap. 1, can. 5, 7); los humanos necesitan la inspiración preveniente de la gracia del Espíritu Santo para hacer «el bien que salva» (Ibíd., can. 1-3); a los hijos de los creyentes esta gracia se les concede mediante el bautismo y a los adultos, por el llamado de Dios (Ibíd., cap. 5); la gracia infundida no es irresistible, aceptarla nos permite hacer buenas obras y, por un «mérito de codignidad», ganar la vida eterna (Ibíd., caps. 6, 8; can. 4; 9-16).

No obstante, el Concilio de Trento se muestra prudente; por un lado, parece enseñar cierto tipo de elección y la necesidad de la gracia reveladora. Aparte de una revelación especial, no se puede saber «a quién ha elegido Dios para Sí» (Sesión VI, cap. 12; y can. 15-16). Trento también condena la enseñanza de que «la gracia de la justificación solo la alcanzan quienes están predestinados para vida, pero que todos los demás que son llamados son realmente llamados, pero no reciben la gracia al estar, por el poder divino, predestinados al mal» (Ibíd., can. 17), ¡como si alguien realmente enseñara lo que se contiene en este canon!

Para reconciliar el deseo universal de Dios con el hecho de que no todos son salvos, los teólogos escolásticos hicieron numerosas distinciones, como la voluntad antecedente y la consecuente, la predestinación «en sentido pleno» y «en sentido limitado», la predestinación para la gracia, pero no para la gloria, etc. Mientras que todos los que se oponían a Pelagio estaban de acuerdo en que la gracia inicial está predestinada, siempre que se introducen distinciones que implican el mérito y reducen la gracia a una gracia capacitadora y preveniente; así, Pablo y Agustín se han dejado a un lado. La actividad predestinadora absolutamente gratuita de Dios queda reducida a, y se vuelve dependiente de, una forma de presciencia.

Esta tendencia alcanza su punto culminante en el pensamiento de Molina, quien creía que Dios, gracias a un conocimiento mediador, veía de antemano que algunos humanos harían buen uso de la gracia preparatoria y, por este motivo, decidía concederla. Entonces, la reprobación es solo un decreto de Dios para castigar eternamente a aquellos cuyo pecado y cuya incredulidad ha previsto.

La doctrina de la predestinación durante la Reforma

La Reforma regresó a Agustín y a Pablo. Aun así, la orientación antropológica de Lutero y el sinergismo de Melanchton significaban que en el luteranismo se dejó a un lado la predestinación, y al final los teólogos luteranos del siglo XVII se aproximaron a la confesión remonstrante.

Primero, enseñaron una voluntad antecedente de Dios, en virtud de la cual Cristo murió por todos, Dios desea la salvación de todos y el evangelio se ofrece a todos. Segundo, enseñaron una voluntad consecuente, en virtud de la cual Dios decide efectivamente conceder la salvación a «aquellos cuya fe última en Cristo, Él ha previsto», y preparar la perdición para quienes al final se resisten a la gracia.3

En 1724, Johann Lorenz von Mosheim declaró que los Cinco Artículos de los remonstrantes (los creyentes holandeses que mantuvieron las creencias de Jacobo Arminio) contienen la doctrina luterana pura.4

Aquí, con el alejamiento de la propia tradición luterana al respecto de Lutero, asistimos también a una división de los caminos dentro de la tradición reformada, que mantuvieron las posturas de Zwinglio y Calvino.

Es en gran medida gracias a Calvino que la doctrina de la predestinación se incluyó en las confesiones de todas las iglesias reformadas. Calvino defendió hábilmente la doctrina contra Albertus Pighius de Kampen, Holanda, en Una defensa de la doctrina sana y ortodoxa de la esclavitud y de la liberación de la voluntad humana (1543). Contra Jerome Bolsec escribió De aeterna Dei praedestinatione (1552) y contra Roma su Acta Synodi Tridentinae cum antidoto (1547). A pesar de eso siguió habiendo diferencias confesionales y teológicas. El Catecismo de Heidelberg (P&R 52, 54), los Artículos Anglicanos (art. 7) y la Segunda Confesión Helvética (art. 8) hablan de la predestinación en términos contenidos.

El consenso histórico sobre la doctrina de la predestinación

Las afirmaciones más rigurosamente calvinistas sobre el tema se hallan en el Consenso de Ginebra, los Cánones de Dort, los Artículos Lambeth5 redactados por el Dr. Whitgift (1595),6 los Artículos Irlandeses de 1615 y la Confesión de Westminster.7 También se hallaron diferencias entre los teólogos al respecto de la cuestión de dónde y cómo debía tratarse la doctrina de la predestinación en el corpus de la doctrina cristiana.

El método sintético, que parte de la fuente y del fundamento de todas las bendiciones, acabó prevaleciendo sobre el método analítico, que consideraba primero los efectos. No hay que exagerar estas diferencias; se entendieron como algo permisible porque la doctrina merecía un tratamiento sobrio y prudente. En ambos casos se enfatizaba la iniciativa de gracia divina. En palabras de Wolfgang Musculus, que siguió el método menos preferido, el analítico o a posteriori:

Tratamos la elección después de la fe, no porque pensemos que sigue a la fe, sino para que desde este lugar ventajoso (a saber, la fe) podamos mirar desde el arroyo a la fuente de la que nace.8

El orden sistemático y el interés teológico exigieron que la predestinación se tratase bajo la doctrina de Dios, y este se convirtió en el orden regular para todos los teólogos reformados.

El motivo de la diferencia con los teólogos no reformados no es que los últimos solo pretendieran reproducir la Escritura mientras que la teología reformada, abstracta y especulativamente, deduce la predestinación de un concepto de Dios a priori y filosóficamente determinista.

El calvinista más riguroso no solo pretende reproducir la enseñanza de la Escritura; la verdadera diferencia es que para el reformado el interés primordial de la predestinación no es antropológico, ni siquiera soteriológico, sino teológico: la gloria de Dios. El método sintético salvaguarda mejor el interés religioso del honor de Dios.


1 G. J. Vossius, Historiae de controversiis, quas Pelagius eiusque religuiae moverunt (Leiden: Patius, 1618; 2ª, ed. corregida, Ámsterdam: Elzevir, 1655); A. von Harnack, History of Dogma, V, p. 172 y ss.; A. Souter, The Commentary of Pelagius on the Epistles of Paul: The Problem of Its Restoration (Londres: Oxford University Press, 1907).
2 Hermann Reuter, Augustinische Studien (Gotha: F. A. Perthes, 1887), p. 5 ss.
3 H. F. F. Schmid, The Doctrinal Theology of the Evangelical Lutheran Church, trad. Charles A. Hay y Henry Jacobs, 5ª ed. (Philadelphia: United Lutheran Publication House, 1899), pp. 279–92; cp. Lutero, La esclavitud de la voluntad; Felipe Melanchtón, Loci communes (Berlín: G. Schlawitz, 1856), capítulo «De hominis viribus adeoque de libeto arbitrio».
4 Alexander Schweizer, Die protestantischen Centraldogmen in ihrer Entwicklung innerhalb der reformirten Kirche, 2 vols. (Zürich: Orell & Füssli, 1854–56), II, 210.
5 En P. Schaff, The Creeds of Christendom, 6ª ed., 3 vols. (Nueva York: Harper & Row, 1931, Grand Rapids: Baker Academic, 1983), III, 523.
6 En P. Schaff, Creeds of Christendom, III, 526. Nota del ed. John Whitgift (1532–1604), quien fue arzobispo de Canterbury bajo Elisabet I, un decidido abogado del episcopado (anti-presbiteriano) y un firme calvinista en su doctrina.
7 En Ernst Friedrich Karl Müller, Die Bekenntnisschriften der reformierten Kirche (Leipzig: Deichert, 1903), p. 542.
8 Wolfgang Musculus, Loci communes theologiae sacrae (Basilea: Heruagiana, 1567), p. 534.

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