“¡El problema soy yo!“: Una invitación a reconocer siempre nuestra necesidad del evangelio

ARTURO PÉREZ
Coalición por el Evangelio
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Corría el año 1905 cuando el periódico Daily News de Londres especulaba sobre las posibles causas de los males políticos, económicos y sociales, preguntándose «¿Qué está mal?». El 16 de agosto de ese año, el pensador y escritor G. K. Chesterton escribió una carta (en inglés) publicada en ese diario para decirles, entre otras cosas, lo siguiente: «La respuesta a la pregunta “¿Qué está mal?” es, o debe ser, “Yo estoy mal”. Mientras el hombre no pueda dar esa respuesta, su idealismo es solo un pasatiempo».

Con los años, esa carta de más de setecientas palabras se convirtió en una anécdota legendaria que alega que el pensador se limitó a responder en una breve línea: «Estimados señores: el problema soy yo. Sinceramente, G. K. Chesterton».

Independientemente de las inexactitudes de las varias citas atribuidas a Chesterton, el punto principal consiste en la verdad que encierra su mensaje original: la mayoría de los problemas que sufrimos en el mundo, en nuestra sociedad, en nuestra familia y en nosotros mismos, tienen una causa directa o indirectamente relacionada a la maldad que está en cada uno de nosotros. El mensaje de Chesterton implica que no podré encontrar lo que está mal con el mundo fuera de mí mismo, porque la raíz del mal está en mí.

La maldad que está presente en mí

La aseveración de Chesterton descansa en el sólido fundamento del testimonio de la Biblia. El apóstol Pablo lo reconoce al decir: «Queriendo yo hacer el bien, hallo la ley de que el mal está presente en mí» (Ro 7:21). Pablo se apoya en el salmista David para afirmar que la humanidad ha negado a su Creador corrompiéndose de tal manera que «no hay quien haga el bien, no hay ni siquiera uno» (Sal 14:1-3Ro 3:10-23). Por eso Martín Lutero decía que «la Escritura describe al ser humano como incurvado en sí mismo de modo que no solo utiliza los bienes materiales sino hasta los espirituales para sus propios fines y busca lo suyo propio en todas las cosas» (Luther’s Works, vol. 25, p. 345).

La Palabra de Dios no es tinta muerta, sino que es viva y eficaz y actúa con poder en nosotros

Una característica del mal que reside en nosotros es que actúa como una enfermedad que nos enceguece y nos impide ver cuán mal estamos. Es como un estado de embriaguez que nos hace sentir fuertes y capaces, cuando en realidad somos débiles y vulnerables. Esta percepción de pensar que no somos tan malos también está presente en los cristianos. Según una encuesta reciente, el 65 % de los evangélicos en los Estados Unidos cree que «la mayoría de la gente es buena por naturaleza». El doctor Martyn Lloyd-Jones explica la causa de este concepto errado de uno mismo:

Nunca te sentirás en ti mismo como el pecador que eres, porque hay un mecanismo en ti como resultado del pecado que siempre te defenderá contra cada acusación. Todos estamos en muy buenos términos con nosotros mismos, y siempre podemos presentar un buen caso para defendernos a nosotros mismos (Seeking the Face of God, p. 34).

¿Cómo tomar consciencia de nuestra maldad?

La Escritura enseña que, debido a que el ser humano es depravado en su raíz, no puede apreciar su propia maldad a no ser que sea objeto de una intervención divina que cambie la disposición de su corazón. El Espíritu Santo utiliza la ley de Dios para convencer al mundo de pecado (Jn 16:8). Por eso es necesario que la ley sea predicada a todos los seres humanos, porque todos somos pecadores y necesitamos ser redargüidos, corregidos e instruidos para conocer la voluntad de Dios. De esa manera, nos daremos cuenta de que, en nuestras propias fuerzas, es imposible que cumplamos la ley a cabalidad.

Pablo dice que Dios ha dado Su santa ley para evidenciar y hacernos conscientes del mal que está en nosotros, el pecado (Ro 3:207:7). La ley de Dios nos acusa con justicia en su ministerio de muerte y condenación porque quedamos cortos a sus estándares (2 Co 3:7-9). La Escritura define el pecado como «infracción de la ley» (1 Jn 3:4) y ya que la quebrantamos a diario, la ley evidencia nuestra infracción: «Yo no hubiera sabido lo que es la codicia, si la ley no hubiera dicho: “No codiciarás”» (Ro 7:7). Pablo compara la ley con un tutor o pedagogo que nos señala nuestras deficiencias y nos apunta al único que puede librarnos de nuestra maldad: Jesucristo (Gá 3:23-24).

¿Cómo ser libertados de nuestra maldad?

Después de que la ley nos muestra la demanda de Dios de que andemos en Su justicia perfecta, el evangelio nos anuncia la buena noticia de que, en Cristo, Dios nos imputa la justicia perfecta demandada por la ley (Ro 3:21-26). Es decir, por medio de la ley, que nos recuerda que fallamos en cumplir los estándares divinos de amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismo, nuestros corazones quedan sedientos y listos para recibir el evangelio.

Es imposible apreciar la necesidad de la gracia, la misericordia y el amor de Dios hasta que comenzamos a sospechar que no somos tan buenos como creemos

Al hablar del evangelio me refiero a la Palabra de Cristo que produce la fe que obra por el amor. Pablo dice que la fe viene al oír la voz de Cristo (Ro 10:17), quien creó todas las cosas de la nada y llama las cosas que no son como si fuesen. Nota que esta fe que el Señor crea en ti es producida solo por el oír la voz de Cristo, contenida en Su Palabra viva, y no por la observancia de la ley. La ley puede cambiar tu conducta externa, pero no tu corazón. La ley te informa cómo debes vivir, pero nunca te transforma.

Exponerte al evangelio no consiste solo en escuchar la historia de Jesús, sino que es más que eso. La Palabra de Dios no es tinta muerta, sino que es viva y eficaz y actúa con poder en nosotros. Al exponerte a la Escritura, tu corazón oye la voz de Cristo y Su Palabra crea la fe necesaria, por el obrar del Espíritu Santo, para producir amor a Dios y al prójimo. Así como el Verbo de Dios habló y creó todo cuanto existe, Él dice la palabra y crea en ti fe de la incredulidad. Él obra en ti por Su Palabra viva, a pesar del mal que está presente en ti, hasta que te sea dado un cuerpo glorificado y sin pecado en el día de la resurrección.

Pablo anunciaba el evangelio junto a la nueva realidad del creyente en quien mora el Espíritu Santo. Él nos empodera para andar en novedad de vida (Ro 6:4), al considerarnos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús (v. 11). El pecado no tiene jurisdicción sobre nosotros ya que no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia (v. 14). Pero luego, Pablo reconoce su experiencia personal de este lado de la eternidad (7:14-24). Ya estamos en Cristo, pero todavía estamos en un cuerpo de pecado.

El problema está en mí y la solución está fuera de mí; la ley descubre el problema y el evangelio provee la solución

Si nos miramos a nosotros mismos, veremos el mal que está en nosotros. Si miramos a Cristo, veremos que en Él todas las cosas para nuestra salvación ya están hechas. Cuando Pablo exclama con la pregunta «¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?», él mismo responde que, gracias a Dios, tenemos a Jesucristo y al Espíritu de vida que nos libera (Ro 7:24 – 8:3). Oír la Palabra de Cristo nos libera y vivifica.

¿Por qué es importante recordar todo esto?

Ser recordados por la santa ley de Dios sobre nuestra condición pecaminosa nos ayuda a quitar la mirada de nosotros mismos y ponerla en Jesucristo como Autor y Consumador de la fe (Heb 12:2). Es imposible apreciar la necesidad de la gracia, la misericordia y el amor de Dios hasta que comenzamos a sospechar que no somos tan buenos como solemos creer. 

Esta conciencia nos lleva a ser más pacientes, humildes y misericordiosos con nuestro prójimo, al darnos cuenta de que también nosotros pecamos de lo mismo que criticamos a los demás (Ro 2:1). Finalmente, al comenzar a entender nuestra condición humana gracias a la palabra de la ley, seremos impulsados a vivir en mayor dependencia de la gracia de Dios anunciada en la palabra del evangelio, para así vivir por la fe y con la confianza depositada en la justicia externa que se nos ha imputado en Jesús.

En conclusión, el problema está en mí y la solución está fuera de mí. La ley descubre el problema y el evangelio provee la solución. Por esa razón debemos continuar acudiendo a la Escritura para escuchar Su santa ley que nos acusa, nos condena y nos informa cómo debemos vivir; y Su santo evangelio que nos justifica, nos indulta y nos transforma.


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