LOS ATRIBUTOS DE DIOS

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ARTHUR W. PINK
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Los Atributos de Dios en la Biblia

Describir los atributos (o características o perfecciones) del ser de Dios, es diferente de describir los atributos de cualquier otro ser, porque Dios, el Creador, tiene una naturaleza completamente distinta a la de cualquiera de sus criaturas.

A menudo es más fácil decir lo que Dios no es que decir lo que es. Muchos de los atributos de Dios, por tanto, se expresan con términos negativos. Por ejemplo, Dios es in-mortal, , in-visible, _ im_-pasible, in-mutable, in-finito y así sucesivamente.

Estas palabras significan que, por naturaleza, no puede morir, no se le puede ver, no se le puede hacer sufrir, no cambia, y no puede ser contenido por la realidad de la criatura. Todas estas características lo distinguen de sus criaturas, pero no nos dicen exactamente qué significa para Dios existir de la manera en que lo hace.

La Biblia también describe a Dios en términos positivos.

La teología cristiana refleja esto cuando decimos que él es eterno, santo, omnisciente, omnipotente y omnipresente.

Cada uno de los atributos de Dios califica a los demás, de modo que nunca son abstractos o considerados de manera aislada. Por ejemplo, decir que Dios es “todopoderoso” (omnipotente) no significa que pueda hacer cualquier cosa, sino que no está limitado por algo o alguien más grande que él. Dios no puede negar su propia naturaleza, pero puede ejercer su voluntad soberana en cualquier forma que elija.

Los teólogos han clasificado los atributos de Dios de varias maneras, pero estas formas generalmente se dividen en dos categorías: atributos que describen a Dios en sí mismo y atributos que describen a Dios en sus relaciones con las criaturas.

Los primeros a menudo se llaman incomunicables o absolutos (como la infinitud o la omnipresencia), y los últimos comunicables o relativos (como la santidad o la fidelidad).

Estrictamente hablando, todos los atributos de Dios son incomunicables o propios de su naturaleza única como Dios. Pero muchos de ellos se refieren a la actividad de Dios hacia las criaturas y también tienen correspondencias en el orden creado.

Los seres humanos no somos divinos, pero en muchos aspectos reflejamos su carácter como portadores de su imagen.

Por ejemplo, Dios sabe y entiende todas las cosas; es omnisciente. Los seres humanos también tienen una mente y pueden saber muchas cosas, pero de una manera finita más que de la manera infinita que Dios conoce todas las cosas. Del mismo modo, Dios es eterno, y le da a los seres humanos algo que llamamos vida eterna, pero nuestra vida eterna tiene un principio, algo que no sucede con la suya. También es un don de su gracia, mientras que su vida le pertenece a él por naturaleza.

Debido a que los atributos incomunicables o absolutos de Dios son difíciles de comprender, a menudo se los critica por ser incoherentes o problemáticos.

Por ejemplo, muchos teólogos en tiempos recientes han tenido dificultades con la impasibilidad de Dios (su incapacidad para sufrir) porque piensan que un Dios que no puede sufrir en su misma naturaleza no es capaz de entender o simpatizar con aquellos que sí lo hacen.

Para ellos, Dios debe poder entrar en la experiencia del sufrimiento humano para redimirnos de él.

Los teólogos clásicos concuerdan con esta preocupación, pero dicen que entrar en el sufrimiento humano es exactamente lo que ha hecho el Hijo de Dios convirtiéndose en un hombre como Jesucristo.

La persona divina del Hijo tomó para sí nuestra naturaleza para poder sufrir y morir de acuerdo con esa naturaleza en lugar de según su impasible divinidad en sí.

La teología cristiana siempre ha reconocido que los atributos de Dios se mantienen unidos no en nuestra comprensión intelectual de ellos, sino en Dios mismo.

Clasificación de los Atributos de Dios

Los atributos incomunicables de Dios son esos atributos divinos que no pueden ser comunicados (es decir, compartidos) por la humanidad; son exclusivos de la naturaleza y el carácter de Dios.

Los atributos de Dios describen la naturaleza y el carácter perfectos de Dios; se derivan de las declaraciones proposicionales de las Escrituras acerca de Dios y su testimonio narrativo de las formas características que Dios tiene de interactuar con su creación.

Al proclamar las perfecciones divinas, los teólogos han clasificado los atributos de Dios de diversas maneras, con el fin de representar mejor una doctrina bíblica integral de Dios.

Una de esas clasificaciones, que se encuentra con mayor frecuencia en las teologías reformadas, es la distinción entre los atributos “comunicables” e “incomunicables” de Dios. Los atributos incomunicables de Dios son aquellos atributos divinos que no tienen contrapartida en la experiencia humana.

Aunque la distinción entre los atributos comunicables e incomunicables no se menciona explícitamente en la Biblia, esta es clara en cuanto a que la humanidad, hecha “a semejanza de Dios”, fue creado para reflejar ciertos atributos divinos, como la bondad, el amor y la sabiduría.

Sin embargo, la humanidad finita puede imitar a Dios solamente de una manera limitada, ya que Dios trasciende todas las categorías y experiencias humanas. Como tales, sus atributos incomunicables apuntan al ser absoluto de Dios y a la otredad divina.

Históricamente, los teólogos han debatido hasta qué punto los seres humanos son capaces de hablar correctamente de la naturaleza y el carácter de Dios, puesto que ninguna palabra humana es adecuada para definir a Dios y ninguna mente humana es capaz de comprenderlo.

Si Dios está más allá de la comprensión y descripción humanas (Is 55: 9), ¿es un acto de arrogancia que una persona diga cómo es y cómo no es Dios? Sin embargo, la autorrevelación de Dios de su naturaleza y carácter en las Escrituras le permite a la humanidad nombrar los atributos de Dios, aunque sea de manera incompleta.

Atributos que describen a Dios en sí mismo

Incluyen al menos lo siguiente:

  •     La gloria de Dios describe su excelencia única.
  •     La inmutabilidad de Dios es su inmunidad al cambio.
  •     La omnipotencia de Dios es su carácter de todopoderoso —él tiene todo el poder.
  •     La omnipresencia de Dios describe su relación con el espacio: él está en todas partes.
  •     La eternidad de Dios describe su relación con el tiempo: él está en todo momento.
  •     La omnisciencia de Dios define su carácter omnisciente; él no ignora nada y nunca ha aprendido nada nuevo.
  •     La autoexistencia de Dios apunta a su independencia: él no necesita de ningún otro ser, y existe en, por y para sí mismo.
  •     La espiritualidad de Dios revela su naturaleza como no física.
  •     La unidad de Dios apunta a la enseñanza bíblica de que Dios es uno, singular e indiviso.
  •     La simplicidad de Dios que no está compuesto de varias partes.
  •     La infinitud de Dios es su calidad de ser ilimitado, que no puede ser contenido por el tiempo, el espacio o ninguna otra cosa.

Auto-existencia de Dios

Dios existe por sí mismo, ya que no tiene causa u origen sino que, a diferencia de todo lo demás, no ha sido creado.

Dios es autoexistente. “YO SOY EL QUE SOY”, le dijo a Moisés; él es el “YO SOY” (Ex 3:14–15). Esto significa que la existencia de Dios no es causada por, ni depende de ninguna manera, de ninguna otra cosa. Dios no procede de ninguna cosa, a través de ninguna cosa, o a ninguna cosa. Antes bien, “de él, y por él, y para él, son todas las cosas” (Rom 11:36). Mientras que las cosas creadas existen según el poder, propósito y plan de Dios, él existe por sí mismo. Las cosas creadas dependen de otras cosas y, en última instancia, de Dios; Dios no depende de nada. Antes de cada cosa creada hay alguna otra cosa, pero Dios es primero. Todo lo creado existe por el bien de algo posterior, pero Dios es el último de todos, aquel para quien todas las cosas existen. Dios es absolutamente independiente.

La autoexistencia de Dios no significa que Dios sea el creador o la causa de sí mismo. Dios no se llamó a sí mismo a ser. Más bien, a diferencia de todo lo demás, Dios existe sin haber sido creado o causado en absoluto. Algunos objetan a la fe en Dios pensando que incluso el creador necesitaría alguna explicación adicional de su existencia. La doctrina de la autoexistencia divina es que no es necesaria más explicación de la existencia de Dios que su propia naturaleza. Dios se explica a sí mismo; en otras palabras, él no necesita explicación.

Dios no sólo existe por sí mismo en el hecho de que él es. También existe por sí mismo en lo que o quien él es. Dios anuncia esto él mismo cuando le revela a Moisés el nombre divino: YO SOY EL QUE SOY. Dios es lo que es. Él no es lo que su biología, educación y cultura lo hacen ser, como ocurre con los seres humanos. Él no está hecho por Dios a la imagen de Dios. No está hecho a partir del modelo de otra cosa, y no recibe el nombre de nadie más. Él no es bueno, poderoso u omnisciente en relación con algún estándar externo. En vez de eso, cada nombre o propiedad que le atribuimos a Dios viene definida en relación con la naturaleza de Dios.

Dios también existe por sí mismo por cuanto existe en última instancia para sí mismo y no para otro. Si bien para un ser humano vivir para sí mismo es orgullo, Dios vive para sí mismo y se ama a sí mismo porque es glorioso. Nada merece la estima, el amor y el disfrute de Dios más que su propia naturaleza. Todo lo que crea y la redención de su pueblo son, en último término, para su propio bien. Él nos ama para que pueda glorificarse a sí mismo.

En la práctica, la doctrina de la autoexistencia divina significa que, independientemente de lo que tengan los seres creados, lo tienen por el poder y la voluntad de Dios. Pero también significa que Dios no puede recibir, y de hecho no recibe, nada de nosotros; no podríamos darle nada que él ya no tenga. Él no necesita nada. Por el contrario, las criaturas dependen de él para todo lo que tienen y todo lo que pueden llegar a ser.

Unidad de Dios

La unidad de Dios es un atributo incomunicable de la esencia divina que se refiere a la unicidad y singularidad absolutas de Dios (unidad de singularidad) y a la total simplicidad de su esencia (unidad de simplicidad).

La unidad divina es un atributo de Dios que afirma la singularidad y unidad absolutas de Dios (unidad de singularidad) así como la unidad cualitativa de la esencia divina (unidad de simplicidad). Lo primero implica que solamente hay un ser divino. Dios es numéricamente uno, no en el sentido de que es uno entre otros, sino única y exclusivamente el único Dios. Todos los demás seres existen de él, a través de él y para él. Lo último, la unidad de singularidad de Dios, es la unidad interna de la esencia de Dios mediante la cual se niega toda composición. Afirma que en Dios todo es uno; sus atributos son idénticos a su ser.

A través de toda la Escritura se da fe de la singularidad absoluta y unicidad numérica de Dios; la Biblia es rigurosamente monoteísta. Sólo hay un Dios (Dt 6:4; Gal 3:20). Solamente él es el Señor, y no hay otros dioses aparte de él (Dt 32:39; Sal 18:31). Como tal, él es el único objeto de culto (Ex 20:3–6; Dt 5:7–10; 1 Cor 8:4). Además, Dios es el único y solo creador y sustentador del mundo (Gn 1–2, Hch 17:24); todas las cosas provienen de él y son sostenidas por él (Hch 17:28; Col 1:15–17). Dios es el único salvador de su pueblo (Is 43:11). Lejos de contradecir la singularidad y absoluta unicidad de Dios, la obra de Cristo y del Espíritu las confirman y aclaran (Jn 17:3; Rom 3:30; Ef 4:5–6; 1 Tim 2:5). Dios es un ser divino trino.

Mientras que la unidad de singularidad enseña que Dios es el único ser divino, la unidad de simplicidad enseña que la esencia de Dios está exenta de divisiones y partes. Se refiere a la unidad interna y cualitativa de la esencia de Dios. Está libre de cualquier composición. Dios no está compuesto de un conjunto de atributos; cada atributo es igual a su esencia. Todo lo que hay en Dios, Dios lo es. Por ejemplo, él no tiene amor; él es amor. Él no tiene poder; él es omnipotente. Por lo tanto, Dios es amorosamente poderoso y poderosamente amoroso.

A partir de y relacionada con otros atributos incomunicables, como la aseidad divina, la infinitud divina y la inmutabilidad divina, la simplicidad divina no es una doctrina destinada a crear un Dios estático e inerte, sino a defender la plenitud de la vida divina. Cada atributo utilizado para describir a Dios se refiere a la misma esencia completa, plena y abundante de Dios. La riqueza de la vida divina es incomprensible, y la unidad de simplicidad protege esta riqueza al negar que los atributos sean meras adiciones a su esencia o que sean esencialmente distintos entre sí. En Dios no hay devenir. Él es, en términos filosóficos, actualidad pura o acto puro. Él es un Dios viviente plenamente real. Los atributos, pues, son nombres o perfecciones que se refieren al mismo Dios desde diversos ángulos y que se conocen a partir de las obras de Dios. Al mismo tiempo, no son un agregado de partes que conforman quién es Dios.

Tradicionalmente, la doctrina de la unidad divina, entendida tanto como unidad de singularidad como unidad de simplicidad, ha sido fundamental para la formulación de la doctrina de la Trinidad. Dios es numérica y singularmente uno. Por lo tanto, las tres personas no son tres seres divinos separados que existen el uno junto al otro. Dios es un ser trino. Además, las tres personas no son partes separadas que se unen para formar la esencia única de Dios, ni dividen la esencia entre ellas. Dios es una esencia indivisa, no compuesta. Así pues, las personas se distinguen en virtud de sus relaciones mutuas. La distinción personal no es composición, y las relaciones entre las personas no existen por encima de la esencia divina o como adiciones a ella. El único Dios existe en tres personas.

En la práctica, la unidad de singularidad de Dios sirve para orientar la adoración cristiana. Dios es el único Dios, y él es el único objeto apropiado de la adoración cristiana. De manera similar, la unidad de simplicidad de Dios promueve la adoración cristiana porque testifica de un Dios que está completamente vivo, activo y completo. Además, la unidad de simplicidad proporciona consuelo y seguridad para los creyentes porque garantiza que si Dios es con los suyos, entonces cada parte de Dios es con ellos. El Dios amoroso justo, glorioso, poderoso, infinito y sabio está actuando en la vida de los creyentes. Debido a quién es él, no puede retener ninguna parte de sí mismo.

Espiritualidad de Dios

La espiritualidad de Dios es el atributo divino que afirma que el ser de Dios es espiritual, por lo que Dios no es ni material ni compuesto en su naturaleza.

Proclamar con Jesucristo que “Dios es Espíritu” (Jn 4:24) es afirmar que el ser de Dios es inmaterial, invisible y simple. Dios no tiene cuerpo, ni partes compuestas, ni dimensiones físicas. Por lo tanto, Dios está presente en todas partes y puede ser adorado en cualquier lugar (Jn 4:21). Como Espíritu, Dios no puede ser destruido, contenido ni controlado por ninguna criatura. Algunos han presentado la naturaleza espiritual de Dios como una referencia a una mente eterna o una fuerza de energía porque resulta tentador imaginar los atributos de Dios mediante categorías humanas familiares. Sin embargo, Dios no puede ser clasificado de esta manera; su espiritualidad no está limitada por la comprensión humana.

El atributo de la espiritualidad de Dios debe distinguirse de la Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. El eterno Padre, Hijo y Espíritu son todos ellos “espirituales” en naturaleza (excepto, por supuesto, el Hijo encarnado en su naturaleza humana). A pesar de que ángeles son seres espirituales y los seres humanos son seres físicos y espirituales, la espiritualidad de Dios es un atributo incomunicable en el sentido de que su espiritualidad es tanto infinita como no creada, mientras que todos los demás espíritus son creados y, por lo tanto, finitos.

En la época del Antiguo Testamento, la práctica religiosa común de las naciones era crear ídolos físicos para que entraran en ellos los espíritus de los dioses. El ídolo se convertía en el punto focal y la ubicación donde podía producirse la conexión con un dios: era el lugar de reunión donde la gente podía adorar y donde el dios podía recibir sus sacrificios. En cambio, el segundo mandamiento repudia la tentación de encarnar a Yahvé de esa manera (Ex 20:4–6). Los hebreos debían ser únicos entre los pueblos del mundo por su celebración de la espiritualidad de Dios. Yahvé no requiere de una forma física para comunicarse con su pueblo ni para recibir su adoración.

El Antiguo Testamento, sin embargo, registra una serie de “teofanías”, ocasiones en las que Yahvé adoptó temporalmente forma corpórea. Las teofanías son notablemente distintas a la adoración de ídolos, ya que Yahvé siempre inició tal acción como un acomodo temporal a la necesidad humana y nunca como resultado de una necesidad divina de encarnación. Yahvé mismo creó su forma física; ningún humano formó un ídolo o una imagen que luego él llenara. La declaración bíblica de la espiritualidad de Dios, por lo tanto, fue un rechazo explícito de la práctica de la idolatría y una proclamación de que la naturaleza inmaterial de Dios es una perfección divina.

En el Nuevo Testamento y en tiempos de la iglesia primitiva, pensadores gnósticos enseñaban una cosmovisión dualista en la que sólo la espiritualidad inmaterial se consideraba buena, mientras que todo lo material se consideraba malo. Las doctrinas de la creación y la encarnación del Señor se convirtieron en desafíos importantes para la enseñanza gnóstica al afirmar la bondad de lo material. La espiritualidad de Dios no menoscaba la bondad de su creación material, pero sí le recuerda a la humanidad la divina otredad de Dios y las diferencias extraordinarias que Dios ha superado para unirse a su pueblo.

Simplicidad de Dios

La simplicidad de Dios implica que su esencia y existencia son idénticas, lo que significa que no hay componente o división dentro de la naturaleza divina.

La simplicidad de Dios requiere de dos afirmaciones básicas. En primer lugar, Dios está exento de todo componente, existiendo dentro de su propia esencia divina y sin necesidad de un “compositor”, algún otro ser que lo “junte”. Como causa no causada, no puede ser compuesto como sus criaturas, cuya existencia es causada por una fuerza externa. No hay un género evolutivo del cual procede Dios; él es eternamente y para siempre completamente divino en su esencia, autoexistente y autosuficiente en todos los sentidos.

En segundo lugar, tiene unos atributos claros que no deberían confundirse con distinciones en su esencia. Los atributos de Dios (santidad, amor, justicia, soberanía, et al.) describen cómo es Dios, pero a partir de ellos no cabe deducir que esté dividido en su esencia. Su esencia y sus atributos son idénticos, no dependen de nada fuera de lo otro. Además, los atributos de Dios no deberían clasificarse por orden de primacía o importancia. La simplicidad de Dios afirma que Dios nunca tiene conflictos en sí mismo ni se confunde. En otras palabras, no debería elevarse un atributo por encima de los demás. Del mismo modo, no deberían enfrentarse su esencia y sus atributos. Por ejemplo, Dios no sólo actúa con amor o tiene la calidad del amor, sino que en realidad es amor. Cabe observar, por supuesto, que en última instancia Dios es “insondable”: la revelación de su ser es comprensible tan sólo a través de un lenguaje analógico como “simplicidad”.

La doctrina de la simplicidad de Dios también tiene implicaciones obvias para la doctrina de la Trinidad. Si Dios es simple y, por lo tanto, indivisible en esencia, entonces hay que enfatizar que las personas divinas no son tres partes que componen un todo divino mayor. En lugar de eso, hay que afirmar que el Padre, el Hijoy el Espíritu Santo son tres modos personales de subsistencia de la esencia divina. La simplicidad divina no impide la distinción dentro de la Deidad ni en la personalidad ni en los atributos, sino que más bien afirma que Dios es radicalmente uno. Esto significa que incluso en la encarnación del Hijo, la sustancia divina de la Trinidad no se modifica o disminuye. La unión hipostática preserva la afirmación de la simplicidad divina, ya que incluso en su asunción de la humanidad plena, la naturaleza divina permanece distinta de su naturaleza humana.

Atanasio, por ejemplo, argumentó en contra del arrianismo con la afirmación básica de que el Padre y el Hijo no son “partes” o “modos” de Dios, sino que participan plenamente de la naturaleza divina simple. Luego, Tomás de Aquino enfatizaría que Dios es “acto puro” y “ser absoluto” — es autosuficiente, inmutable y sin causa. Hilario de Poitiers también observó que Dios “no está compuesto de cosas compuestas” y que tiene “una naturaleza perfecta, completa e infinita”.

La Iglesia Oriental también distinguiría más adelante entre la esencia de Dios y sus “energías”, siendo su esencia lo único que las personas de la Trinidad comparten, mientras que sus energías son aquello en lo que la humanidad puede participar. La tradición cristiana no tiene una visión monolítica de la simplicidad de Dios, especialmente teniendo en cuenta el desarrollo del concepto entre los períodos patrístico y medieval. Sin embargo, la tradición cristiana ha coincidido en gran medida en la indivisibilidad de la esencia y los atributos de Dios.

Inmutabilidad de Dios

La inmutabilidad de Dios es su libertad frente al cambio y que su ser es el mismo en todo momento: pasado, presente y futuro.

La doctrina de la inmutabilidad divina afirma que Dios está exento de todo cambio. Al existir fuera del tiempo, él es todo lo que es en un momento inmutable, libre del movimiento y desarrollo de la historia. Pero dentro del tiempo, sus criaturas lo experimentan como inmutable en sus relaciones con los seres humanos y, por tanto, perfectamente digno de confianza.

La inmutabilidad distingue a Dios de las criaturas mutables, como los seres humanos y los animales, que nacen, crecen y mueren. También lo distingue de las cosas inanimadas que son moldeadas, movidas y destruidas. A diferencia de estas, Dios no tiene que crecer y cambiar, ni puede ser reformado o destruido. Cualquier cambio que sufriera sería para bien o para mal, pero cada uno de estos es imposible para un ser divino perfecto. Al mismo tiempo, Dios no es estático e inerte. Más bien, está exento de cualquier cambio porque él es, simultáneamente, la totalidad de la vida y la actividad.

La inmutabilidad de Dios no impide su participación en los cambios y las transiciones de la historia, incluidos los que se describen en la revelación bíblica. Antes bien, en su actividad dentro de la historia, Dios muestra su carácter inmutable. Donde se dice que Dios cambia de parecer, se arrepiente o pasa de un estado emocional a otro, entendemos que está revelando su carácter inmutable en ocasiones en el juicio y en otras ocasiones en la gracia.

Cuando vemos un lado distinto del rostro de Dios, no es porque haya cambiado, sino porque nosotros hemos cambiado en relación con él. Al mismo tiempo, Dios muestra su inmutabilidad al permanecer perfectamente fiel a sus promesas. Lo que Dios quiere es lo que hará, y lo que él comience, lo completará. La inmutabilidad de Dios no es un obstáculo para la relación humana con Dios, sino el fundamento de la confianza en él.

Infinidad de Dios

La perfección de Dios por lo que Dios no está sujeto a ninguna limitación; no se puede aplicar ningún límite a su ser o sus atributos.

La infinitud de Dios es un atributo incomunicable o perfección de Dios que niega cualquier límite al ser o las perfecciones de Dios y afirma que Dios trasciende las categorías de las criaturas finitas. La infinitud divina, que no debe confundirse con la extensión ilimitada o la indeterminación, es un concepto positivo. Significa que lo que Dios es, lo es perfecta y sumamente. Él tiene todos los grados de perfección sin ninguna limitación. Ninguno de los atributos de Dios puede considerarse “en curso” o “todavía sin completar”. Como tal, la infinitud divina cumple los requisitos de todos los demás atributos. Lo que Dios es, lo es infinitamente.

Tradicionalmente, la infinitud divina se ha descrito bajo tres aspectos distintos aunque relacionados entre sí. Primero, la infinitud de la esencia de Dios, que es absolutamente perfecta y cualitativamente infinita, considerada en relación consigo misma, se denomina la perfección absoluta de Dios. La infinitud absoluta de Dios afirma la plenitud y completitud de su ser. De esta manera, la doctrina de la infinitud divina está estrechamente relacionada con la doctrina de la simplicidad divina. Dios no sólo es lo que posee, sino que todo lo que posee, lo posee infinitamente.

En segundo lugar, la infinitud de Dios considerada en relación con el tiempo se denomina eternidad. Dios no está sujeto a la limitación de las criaturas al tiempo, sino que lo trasciende. En tercer lugar, la infinitud de Dios considerada en relación con el espacio recibe el nombre de inmensidad y omnipresencia. Dios no está sujeto a la limitación de las criaturas al espacio. Él trasciende el espacio (inmensidad) al tiempo que llena todas los lugares del espacio creado y lo mantiene (omnipresencia).

Las Escrituras dan fe de múltiples aspectos de la infinitud de Dios. Dios es el que está más allá de toda medida y límite (Job 11:7–10; Sal 145:3; Mt 5:48); incluso los cielos no puede contenerlo (1 Re 8:27; 2 Cr 2:6). Él es el que permanece (Sal 90:1–2; 102:25–28; Ef 3:21) y trasciende los límites temporales (2 Pe 3:8). Él es el que está presente en cada parte de la realidad creada (Sal 139:7–10; Jr 23:23–24; Hch 17:27–28), y aun así no está contenido dentro de la creación (1 Re 8:27; Is 66:1).

Lejos de dejar a Dios alejado y distante de su creación, la infinitud divina permite que Dios esté presente en todo momento y en todo el espacio, sin dejar de ser distinto de él. Dios, que es infinito, puede crear y sostener criaturas en el tiempo y el espacio sin absorberlas. Está presente junto a su creación, sosteniéndola y guiándola, sin dejar de ser trascendente, sin estar sujeto a las categorías y limitaciones de la existencia de las criaturas.

Por último, puesto que la doctrina de la infinitud divina afirma la perfección ilimitada de la esencia de Dios, su eternidad, inmensidad y omnipresencia, la infinitud divina también implica la doctrina de la incomprensibilidad divina. Lo finito (la humanidad) no puede comprender lo infinito (Dios), pero los seres humanos pueden llegar a un conocimiento limitado, verdadero, a medida de la criatura, de Dios.

En la práctica, la perfección de la infinitud divina recuerda a los seres humanos su condición de criaturas, lo que debería llevar a un sentido de sobrecogimiento y asombro por que el Infinito se preocupe y comunique con sus criaturas. Es más, debería asegurar a los creyentes del valor infinito de su salvación en Cristo, basado en el valor infinito de su sacrificio. Finalmente, debería llevar a los creyentes a gozarse, ya que el conocimiento de Dios por sus criaturas nunca se agotará; incluso en la eternidad, los creyentes continuarán aprendiendo y llegando a conocer, pero nunca agotarán ni comprenderán plenamente, al Dios infinito.

Eternidad de Dios

Dios es eterno por cuanto él no existe dentro del tiempo, sino que existe antes y fuera del tiempo.

Mientras las criaturas cambian, mejoran y declinan con el tiempo, Dios es todo lo que es en un único momento inalterable. Él no tuvo un comienzo en el tiempo, ni tendrá un final. Tal como también se expresa en la doctrina de la inmutabilidad de Dios, éste no cambia de ninguna manera que requiera una duración temporal. Al ser perfecto, no necesita crecer, desarrollarse o aumentar, ni tampoco está sujeto al declive, la decadencia o la muerte. Al estar libre de todo cambio, trasciende por completo el “antes” y el “después” del tiempo.

Las criaturas sometidas al tiempo experimentan la eternidad de Dios en relación con el tiempo. Si bien no hubo tiempo antes de que se creara el tiempo, no podemos sino pensar en Dios como ya existente. antes del tiempo. También experimentamos la eternidad de Dios de esta manera: que él es quien es en todo momento. Esto significa que el Dios que creó el mundo es el mismo Dios a quien oramos. Si bien el tiempo ha pasado, Dios es el mismo. Para Dios, el tiempo es como un gran lienzo desplegado ante él, y cada momento del mismo lo puede ver simultáneamente. Para él, todos los tiempos están presentes. Mil años en nuestra experiencia no son nada a los ojos de Dios (Sal 90:4).

La doctrina de la eternidad de Dios llegó a una sólida expresión teológica en los escritos de los grandes teólogos Agustín, Boecioy Aquino. Agustín escribió que el paso del tiempo dependía de los cambios de las cosas creadas. Aparte de la creación, no habría tiempo: “El tiempo comenzó con la criatura”. Boecio imaginó la historia como la circunferencia de una rueda, con Dios sentado en su centro, conectado por un radio a cada momento de la historia. Dios existe simultáneamente con cada momento en el tiempo, pero él mismo no está dentro del tiempo. Tomás de Aquino explicó la eternidad de Dios no como un momento estático, sino como “una posesión completa, y al mismo tiempo plena, de una vida sin fin”. Los teólogos de la Reforma siguieron la tradición clásica en esta afirmación.

Omnipresencia de Dios

La omnipresencia es el nombre que se da a la creencia cristiana de que Dios está presente en todas partes y no está limitado a ninguna ubicación o espacio físico.

Dios está presente en todas partes, en todos los espacios y lugares. Esto puede malinterpretarse fácilmente imaginando que Dios ocupa el espacio en todas partes, como creen los panteístas, o que Dios simplemente excede los límites del universo conocido. De hecho, hablar de la omnipresencia de Dios es decir que Dios no tiene dimensiones espaciales. Él no tiene tamaño; Dios está presente en todas partes porque no está localizado en ningún lugar. Dios es el creador del espacio y el Señor del espacio y, por lo tanto, está libre de las limitaciones de los ejes x, y y z. La omnipresencia divina se comprende mejor en relación con otros dos atributos divinos incomunicables:

    Dios es eterno: no está limitado por el tiempo, sino que está igualmente presente en todo momento.
    Dios es espiritual: él es inmaterial y no está sujeto a lo físico, sino que está completamente presente en todos los lugares.

La declaración de la omnipresencia de Dios en el Antiguo Testamento (Sal 139:7–10) cuestionó directamente a los falsos dioses del antiguo Oriente Próximo, que eran concebidos como dioses territoriales a cargo de regiones específicas. Estos dioses y sus poderes tenían unos límites claros. En cambio, Yahvé era exaltado como el “único Dios verdadero” porque su presencia y poder no tienen límites (1 Re 20:28). La declaración de su presencia ubicua también destacaba el hecho de que ninguna persona puede eludir a Dios o existir más allá de su conocimiento o alcance (Sal 139:7).

Dios conoce plenamente a todas las personas y todos los eventos porque está presente en las realidades materiales e inmateriales, así como en todos los lugares y en todos los momentos (Is 46:9–10). Cuando el Antiguo Testamento usa el lenguaje antropomórfico de Dios y habla de su “rostro” (Sal 27: 8), su “mano” (Sal 10:12), su “dedo” (Dt 9:10), e incluso su “espalda” (Ex 33:23), se trata de un lenguaje analógico que no contradice su omnipresencia o inmaterialidad.

Decir que Dios está presente en todas partes no disminuye la representación bíblica de que Dios elige libremente estar presente de forma única en lugares concretos (Sal 132:13–14). Entonces se da a entender un tipo más específico de presencia, a menudo una que asume que está presente para bendecir o como un acto de intimidad relacional. El tabernáculo y el templo son los principales ejemplos veterotestamentarios de esta realidad (1 Re 8:27–29).

Las imágenes relacionadas con el templo continúan en el Nuevo Testamento. En la medida en que el Espíritu mora en los creyentes en el cuerpo de Cristo, ellos se convierten en el “templo” de Dios (1 Cor 3:16, 6:19) y manifiestan su presencia en el mundo. Aunque Dios elige convertir en santos determinados lugares y personas mediante una visita única de su presencia, la doctrina de la omnipresencia de Dios ofrece un importante recordatorio de que todos los lugares existen en la presencia de Dios y, por lo tanto, son sagrados.

La encarnación de Cristo plantea preguntas acerca de la omnipresencia de Dios. En Jesucristo, Dios el Hijo se hizo completamente humano y, por tanto, asumió los atributos humanos de la finitud, personificación y ubicación espacial. La pregunta que se plantea con frecuencia es: ¿dejó Dios el Hijo de ser omnipresente cuando su naturaleza divina se unió a su naturaleza humana? Los teólogos han respondido de diversas maneras. Una de las doctrinas más conocidas que resultó de este debate entre los luteranos y otros teólogos reformados llegó a denominarse la extra Calvinisticum.

La doctrina enseña que, si bien la persona del Hijo estaba genuinamente unida a la naturaleza humana, no estaba completamente contenida por ella. Dicho de otro modo, quedaba un “extra” en su vida divina que excedía sus limitaciones humanas. Por lo tanto, en su naturaleza divina, el Hijo eterno siguió siendo omnipresente con el Padre y el Espíritu mientras que, en su naturaleza humana, estaba verdaderamente ubicado en el tiempo, el espacio y el cuerpo: tenía rostro, mano, dedo y espalda físicos.

De la misma manera, se piensa que el Cristo ascendido sigue siendo completamente divino (y por lo tanto, en su naturaleza divina, omnipresente) mientras que también es completamente humano (y por lo tanto, en su naturaleza humana, limitado a su cuerpo resucitado). Los cristianos han sostenido diversas teorías sobre estas cuestiones, pero coinciden en que la omnipresencia de Dios es a la vez una doctrina bíblica y necesaria, que lleva a los creyentes a adorar al único Dios verdadero como Señor sobre el espacio y el tiempo.

Omnisciencia de Dios

El atributo de la omnisciencia se refiere al perfecto conocimiento que Dios tiene de sí mismo y de lo que ha creado.

La Biblia describe el conocimiento de Dios como ilimitado, integral y perfecto en todos los sentidos; Dios es omnisciente (el término latino scientia significa “conocimiento”, mientras que el prefijo omni– quiere decir “todo”; de ahí que omnisciente signifique “que lo sabe o conoce todo”). En contraste con nuestro conocimiento, que surge de la conformidad pasiva de nuestras mentes a las verdades u objetos dados, el conocimiento perfecto de Dios procede de su voluntad activa como Creador de todo. En consecuencia, Dios no sólo sabe lo que quiere, sino también lo que no quiere. Dicho de otro modo, Dios conoce todos los estados de las cosas, tanto los reales como los posibles (lo que la tradición cristiana a menudo denomina “conocimiento medio”).

Vemos en las Escrituras que Dios conoce no sólo el presente (Sal 33:13–15) y el pasado (Job 38:4–5), sino también lo que está por venir (Sal 139:4; Is 46:9–10; Mt 26:34). Además, Dios conoce a sus criaturas hasta un nivel de intimidad que no es posible entre las propias criaturas (Heb 4:13; Sal 139:1–3). Además del conocimiento perfecto de la creación de Dios, las Escrituras también enseñan que Dios se conoce a sí mismo de una manera única que corresponde a su propia vida trinitaria, como vemos, por ejemplo, en el modo en que Jesús describe la relación entre el Hijo y el Padre: “y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, y al Padre conoce alguno, sino el Hijo” (Mt 11:27).

La mayoría de los teólogos cristianos ha afirmado la omnisciencia de Dios, sin embargo, algunos han desafiado recientemente el consenso clásico. El motivo para tal revisión a menudo proviene de la percepción de que el conocimiento perfecto de Dios no se puede reconciliar con las acciones libres de las criaturas. De ahí que los teólogos del proceso hayan argumentado que debido a que Dios está unido a su creación mediante una relación de dependencia mutua, no puede saber lo que decidirán hacer sus criaturas libres; el futuro es tan sorprendente para Dios como lo es para nosotros.

Asimismo, los teístas abiertos han argumentado que la ignorancia de Dios sobre el futuro no contradice su omnisciencia, por el simple hecho de que el futuro es incognoscible. Si bien tales puntos de vista plantean preguntas importantes para nuestra comprensión de lo que debería significar la omnisciencia, la mayoría de los teólogos los consideran irreconciliables con las afirmaciones bíblicas, como se ha señalado en parte con anterioridad.

Otra cuestión que a menudo se plantea con respecto a la omnisciencia divina tiene que ver con la manera en que Dios conoce todas las cosas, en particular el futuro. Por ejemplo, ¿Dios ve el futuro como alguien que mira a través de una “bola de cristal” o, en realidad, lo hace desde algún tipo de “punto de observación” atemporal situado en la eternidad, o conoce el futuro como consecuencia de su voluntad de que sea así? El primer punto de vista deja abierta la posibilidad de que el conocimiento de Dios esté determinado por las acciones libres de las criaturas, mientras que el segundo excluye esta posibilidad.

Muchos teólogos wesleyano-arminianos prefieren la primera opción, ya que tienen interés en destacar el material bíblico que prioriza el libre albedrío de la criatura; muchos teólogos reformados calvinistas optan por la segunda perspectiva en deferencia a los temas bíblicos que hacen hincapié en la soberanía de Dios sobre su creación, incluida la fe humana. Ambas escuelas de pensamiento coincidirían, sin embargo, en que el conocimiento de Dios sobre la criatura debe ser, en cierto sentido, de un tipo distinto al que tienen las criaturas entre sí, ya que Dios se relaciona con la creación como Creador, como aquel de quien la creación depende para su existencia.

Omnipotencia de Dios

El atributo de la omnipotencia se refiere al poder incondicional de Dios para hacer lo que él quiere de acuerdo con su naturaleza.

La Biblia describe a Dios como el Señor tanto de la creación como de la historia de la creación. Esto es así porque todo lo que existe debe su realidad, integridad y continuidad a la poderosa Palabra de Dios que la funda y sostiene (Sal 33:9). Por consiguiente, no hay ningún poder creado que pueda competir con Dios; su poder está por encima de todo (el término latino potentia significa “poder”, mientras que el prefijo omni– quiere decir “todo”; de ahí que omnipotente signifique “todopoderoso”).

Los teólogos filosóficos a menudo debaten si “omnipotencia” se refiere a la capacidad de Dios para hacer “todo lo lógicamente posible” (es decir, Dios puede hacer lo que quiera con la excepción de incurrir en una contradicción, como por ejemplo, crear un círculo cuadrado) o su capacidad para hacer absolutamente cualquier cosa (esto es, el poder de Dios no está sujeto a las leyes de la lógica). Esos teólogos también investigan si es importante mantener que Dios pudo haber actuado de manera distinta a cómo decidió hacerlo realmente (es decir, la distinción entre el poder “ordenado” y el poder “absoluto” de Dios).

En tales asuntos, los teólogos sistemáticos a menudo han enfatizado la importancia de someter nuestra comprensión del poder omnipotente de Dios a cómo Dios realmente se nos ha revelado. En otras palabras, en lugar de suscribir una comprensión abstracta del poder de Dios basada en lo que podríamos suponer que resulta apropiado para un ser divino, las Sagradas Escrituras nos hacen reflexionar sobre cómo Dios se ha revelado en Cristo: es decir, como el Dios Creador que, guiado por su misericordia, establece un pacto con su creación (Juan 1:9–14, Rom 8:19–21, 2 Cor 5:19, Col 1:19–20).

Como Creador, Dios indudablemente mantiene la soberanía sobre su creación y, sin embargo, elige considerar a lo que “no tenía porqué ser” como digno de su amor y cuidado, incluso a pesar de la rebelión de las criaturas y al gran coste de la muerte del Hijo encarnado (1 Juan 4:10). Por lo tanto, el poder de Dios es “omnipotencia” incondicional, ya que él es el Creador, y aun así ejercido únicamente de acuerdo con su propia voluntad y naturaleza divinas, tal como se nos ha revelado en Cristo.

Si bien la reflexión sobre lo que Dios puede hacer o podría haber hecho sirve para enfatizar la gratuidad de lo que realmente ha hecho (cf. Rom 9:22–24), es mejor no especular demasiado sobre los detalles, no vaya a ser que los cristianos se vean tentados a definir el poder de Dios de acuerdo con sus propias intuiciones y preferencias.

Gloria de Dios

La gloria de Dios es el esplendor y la belleza radiante que brillan a través de todos los atributos divinos, pero es especialmente evidente en el Cristo crucificado y resucitado.

La gloria de Dios es la manifestación de la perfección de todos sus atributos. La doctrina de la gloria de Dios enfatiza su grandeza y trascendencia, su esplendor y santidad. En las Escrituras se dice que Dios está vestido con gloria y majestad (1 Cr 16:27; Sal 29:4; 96:6; 104:1; 113:4). La creación manifiesta la gloria de su Creador (Sal 8; 19:1–2; Is 6:3).

Pero es particularmente en el ámbito de la gracia divina donde puede verse la gloria de Dios. El antiguo pueblo de Dios vio su gloria en la medida en él les mostró misericordia y gracia en su liberación de la esclavitud egipcia (Ex 16:7, 10; 33:18–34:8; Lv 9:23; Dt 5:24). La gloria de Dios llenó los lugares que posteriormente designó como lugares de reunión con su pueblo: el tabernáculo (Ex 40:34) y el templo (1 Re 8:10–11).

Por encima de todo, la gloria de Dios está presente en la vida del Señor Jesús (Jn 1:14; Heb 1:3), y a través de su Espíritu Santo de gloria (1 Pe 4:14), la gloria de Dios llena la Iglesia (2 Cor 3:18; Jn 17:10). Fue su encuentro con Dios en el plano de la historia lo que permitió a los autores bíblicos ver la belleza y hermosura de Dios brillar a través de lo creado. La idolatría consiste, por tanto, en no darle a Dios la gloria que le corresponde y atribuirle esa gloria a una criatura. Dios está correctamente impulsado por su gloria: repetidamente en libros como Ezequiel, él cita su gloria, su nombre y reputación, como su motivación para una acción determinada (Ez 36:23). “Yo soy el Señor”, dice a través de Isaías; “a otro no daré mi gloria” (Is 42:8).

Un concepto relacionado es el de la belleza o hermosura del Señor. Por ejemplo, en el Salmo 27:4, el salmista dice: “Una cosa he demandado a Jehová, ésta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo”. Aquí, la belleza se atribuye a Dios como una forma de expresar la convicción del salmista de que la visión de Dios cara a cara es la experiencia más profunda que puede tener un ser humano.

Nuevamente, en el Salmo 145:5, el salmista declara que meditará “en la hermosura de la gloria” o belleza de la majestad de Dios. Del mismo modo, el profeta Isaías, en el siglo VIII a.C., predijo que vendría un día en que Dios sería “corona de gloria y diadema de hermosura” para su pueblo (Is 28:5). Esta profecía encontró su cumplimiento en Jesucristo, cuya belleza y gloria se mostraron, sobre todo, en su crucifixión y muerte por los pecadores, manifestando perfectamente el amor y la justicia de Dios, y en su resurrección, ascensión y sesión a la diestra de Dios (Jn 7:39; 17:5; Heb 1:6).
Atributos comunicables de Dios.

Los atributos comunicables de Dios

Los atributos comunicables de Dios describen el carácter intrínseco de Dios, especialmente en su actividad hacia las criaturas; estos atributos son, por tanto, aplicados analógicamente a las criaturas, principalmente a aquellas creadas a su imagen.

Dado que para la tradición teológica clásica el Dios trino es simple, sus atributos son idénticos a su ser. Debido a que la esencia de quién es Dios no puede sufrir cambios, la calidad e integridad infinitas de los atributos divinos no pueden llegar a ser más grandes o más pequeñas de lo que son eternamente. Pero, ¿cómo puede ser este el caso de sus atributos comunicables, atributos que son esenciales en la vida de Dios, pero que se demuestran en relación con su creación?

Todos los actos de Dios son coherentes con y fluyen libremente de su naturaleza. Esto es tan cierto de los atributos comunicables como de los incomunicables. Mientras que la santidad de Dios, por ejemplo, es un atributo esencial, su ira parece ser contingente: presupone una creación (caída). Sin embargo, no deberíamos enfrentar lo que es parte esencial del carácter de Dios con sus acciones para con la creación.

Son las criaturas las contingentes, no el carácter o la actividad de Dios. La ira divina es simplemente la forma de manifestarse de la santidad de Dios en el contexto de la rebelión y el pecado. De la misma manera, la misericordia de Dios presupone la existencia de criaturas pecaminosas necesitadas de redención, pero esta misericordia es la forma en que Dios comunica su intrínseca bondad amorosa hacia los objetos de esa redención.

Los atributos comunicables de Dios muestran de un modo singular su naturaleza profundamente personal. Cada atributo de Dios es igualmente un atributo de cada una de las personas de la Trinidad: Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espiritu Santo. Además, la gracia, la fidelidad y el amor de Dios nos hablan de su carácter personal de una manera que su omnipresencia o simplicidad no pueden hacer con tanta facilidad.

Puesto que Dios creó a los seres humanos como una imagen analógica de sí mismo, la atribución de atributos comunicables a Dios no es una proyección antropomórfica de nuestra imagen sobre Dios, sino una proyección teomórfica de la imagen de Dios sobre nosotros. Así pues, es con especial referencia a los atributos comunicables que se dice que los seres humanos fueron creados a imagen de Dios, y asimismo, en la obra redentora de Dios, recreados y conformados a la imagen de Cristo.

Bondad de Dios

La bondad de Dios es la perfección de su naturaleza y excelencia moral.

La bondad de Dios puede concebirse en términos de Dios en sí mismo (ad intra) y de la obra de Dios en la creación (ad extra). Una cosa es buena en la medida en que es todo lo que puede y debe ser, es decir, perfecta. Sólo Dios es todo lo que puede y debe ser. Por lo tanto, dado que Dios es totalmente perfecto, que no carece de nada, él es el bien supremo y absoluto.

Además, dado que él ya es completamente perfecto de acuerdo con su naturaleza, no tiene fin, ni bien, hacia el que ir en pos. Es decir, Dios es inmutablemente incapaz de volverse más bueno o menos bueno. Referirse a la bondad de Dios es simplemente referirse a Dios mismo. Esto es, la esencia de Dios es idéntica a la bondad, y la bondad es un atributo esencial y necesario de la naturaleza divina. Ya que Dios es infinito, su bondad es tan inconmensurable como lo son su ser y naturaleza. Además, como autosuficiente, Dios no deriva su bondad de ninguna otra cosa. Por lo tanto, se basa en sí mismo como bueno.

La bondad de la naturaleza divina se contempla principalmente en la perfección de las relaciones entre las personas de la Trinidad. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se deleitan, aman y descansan eternamente en la bondad de cada uno. Ninguno, por ser la plenitud de la Deidad, carece de nada en la perfección de sus relaciones eternas con las otras personas.

La bondad de Dios no es estática ni está aislada dentro de él, sino que es difusiva y desbordante, como demuestra la decisión libre de Dios de crear. Como creador, su bondad se desborda tanto en la creación como en la providencia. La creación es buena porque Dios, que es bueno, es su origen y causa, su base y estándar (Gn 1:25; 1 Tim 4:4). Mientras que atributos divinos como la infinitud y eternidad no pueden ser ejemplificados por las criaturas, éstas sí participan en atributos divinos de bondad en mayor o menor grado. Dado que Dios es el bien supremo y absoluto, él es el principal objetivo en pos del cual se dirige la creación, ya sea consciente o inconscientemente. Por tanto, el fin adecuado de la humanidad es amar y descansar en Dios. Además, Dios no puede crear el mal. El origen del mal moral es el amor a los bienes menores como fines, en lugar de amar a Dios como un fin a través de los bienes creados.

El propósito principal de Dios al crear, redimir y juzgar es manifestar el resplandor de su bondad. De la misma manera que un único diamante se puede ver a través de múltiples facetas, así también la bondad de Dios se comprende en una pluralidad de atributos. En cada atributo divino, como la misericordia, la gracia, el amor, la paciencia, la justicia y la ira, se puede aprender lo que significa que Dios es bueno.

La bondad de Dios se puede conocer a través de la revelación general de la creación, pero se hace mucho más evidente en la obra de redención que se conoce a través de la revelación especial. La bondad de Dios se pone de manifiesto en su amor por su pueblo del pacto (Sal 25:7) y por bendecirlo con cosas buenas (Neh 9:25). Además, la bondad de Dios se ve ante todo al mirar a Cristo, el eterno Hijo, quien se hizo carne y fue crucificado por el pecado humano.

La vida y muerte de Cristo nos muestra la verdadera naturaleza de Dios como misericordioso, santo, justo, lleno de gracia y amoroso. A los pecadores que no merecen ninguna cosa buena, sólo el castigo eterno, Dios les otorga gracia. Como el bien supremo, Dios se entrega a sí mismo en el acto de perdonar, reconciliar y redimir. El cristiano es santificado por la obra del Espíritu Santo hasta que, en la gloria, es hecho perfecto, finalmente capaz de amar, deleitarse y descansar en la bondad de Dios para siempre.

Amor de Dios

El amor de Dios es el atributo divino que indica la disposición de Dios a darse a sí mismo y para el bien del otro.

Para muchos, el amor de Dios se considera su atributo central en el sentido de que todos los demás atributos divinos no son sino expresiones de su amor. Otros consideran que la santidad o la soberanía de Dios es su atributo central. Otros más argumentan que no puede haber un solo atributo primario. Independientemente de si uno ve el amor divino como la descripción central del ser de Dios, no hay duda de que cada atributo divino está en armonía con todos los demás. Cada atributo expresa el amor superabundante de Dios. Esto significa que Dios demuestra su amor no sólo en su bondad, misericordia, gracia, compasióny fidelidad, sino también en su santidad, justicia, celos e ira. Su amor es santo, así como su santidad es amorosa.

Dios no ejerce su amor únicamente hacia su creación, porque esto implicaría que Dios no se realizó completamente hasta que creó algo. Más bien, las relaciones trinas eternas entre Padre, Hijoy Espíritu se caracterizan por el amor. Algunos teólogos describen la Trinidad como una reciprocidad de relaciones amorosas, mientras que otros describen este amor original en términos de un amor propio divino legítimo. De cualquier manera (o tal vez de ambas), los cristianos están de acuerdo en que desde la eternidad Dios ha desbordado de amor.

El Dios de amor se ha revelado a través de su autoentrega, de la participación y comunicación de sí mismo. Su amor es personal y relacional. La inmanencia de Dios debe proclamarse con tanta pasión como su trascendencia; él es un Dios que se acerca a sus criaturas, que busca tener comunión con ellas. El Antiguo Testamento representa la disposición divina hacia las relaciones amorosas mediante la palabra hebrea jesed (La fidelidad de Dios basada en el pacto).

 A través de sus pactos con Israel, Yahvé se unió a su pueblo en un acto de profundo amor y reciprocidad, un amor que no es necesario por nada meritorio en ellos (Dt 7:7). En el Nuevo Testamento, el amor de Dios se demuestra de la manera más conmovedora en la encarnación y muerte de Jesucristo, a través de las cuales Dios el Hijo intercambió la gloria celestial por la servidumbre terrenal y dio su vida por amor a sus amados enemigos (Fil 2:1–11). Con amor, Dios se ha expuesto a un gran sufrimiento y violencia a manos de su amados (Rom 5:6–10). Dios ama, como diría Santiago, no sólo de palabra sino de hecho. Su amor es su disposición divina a estar pendiente de sus criaturas y actuar por su bien, incluso aunque eso suponga un elevado coste para él.

El amor de Dios hacia la humanidad es salvífico, lo que significa que él busca la reconciliación con todos los que él ama. Dios desea el bien de sus criaturas desde la eternidad pasada (a través de la elección) hasta la eternidad futura (la consumación prometida de la obra de Dios). Dios ama a todas sus criaturas (Jn 3:16), aunque tiene un amor y un compromiso especiales con sus hijos creyentes (Dt 7:7–8; Mal 1:2–3; Ef 5:25).

Dios no debería concebirse como alguien que vive bajo un estándar independiente de lo que cuenta como amor; más bien él mismo define el amor para la humanidad. Dios es amor (1 Jn 4:8). El amor de Dios es un atributo comunicable en el sentido de que debe ser imitado por la humanidad. Como receptores del amor divino, los creyentes devuelven el amor, aunque de una manera humana limitada, tanto a Dios como a los demás. Con sus propias acciones, Dios le enseña al mundo a amar de manera activa y sacrificial, no sólo a aquellos que se encuentran dentro de la propia familia o tribu, sino a cada prójimo (Mt 22:39–40), incluso a los enemigos (Mt 5:44).

Tres de las tensiones teológicas relacionadas con la doctrina del amor de Dios son las siguientes:

  •     La dificultad de reconciliar a un Dios de amor con un mundo quebrantado y sufriente: el problema del mal.
  •     La relación entre el amor de Dios y su justicia: ¿se puede decir que Dios es amoroso cuando castiga eternamente a aquellos que se rebelan contra él?
  •     La tensión entre el amor de Dios y la doctrina de impasibilidad divina: ¿se puede afirmar que Dios ama si no “sufre” con sus criaturas?

Pero es que a través Cristo, Dios sí sufrió con sus criaturas, y la Biblia proclama que el amor de la cruz es una fuerza más poderosa que cualquier otra cosa que existe (Rom 8:31–39). “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn 15:13). A pesar de la permanencia de algún misterio en las tres tensiones enumeradas anteriormente, los cristianos depositan su fe en el carácter revelado de Dios. Los creyentes pueden estar seguros de que el amor de Dios no se ve disminuido ni amenazado por nuestras preguntas sin respuesta. Dios mismo ha demostrado que el amor verdadero, por naturaleza, se entrega a sí mismo.

Misericordia de Dios

La misericordia de Dios describe su disposición centrada en el perdón compasivo hacia su pueblo, especialmente a la luz de sus circunstancias angustiosas y terribles.

La misericordia de Dios es uno de los atributos comunicables de Dios, un atributo que los humanos pueden emular en sus relaciones los unos con los otros. A lo largo de la Biblia, la misericordia de Dios se representa no sólo como la disposición de Dios sino como su acción en favor de un pueblo que no lo merece. La Biblia a menudo combina otros atributos divinos con “misericordia”: compasión, gracia, fidelidad, bondad.

La misericordia es una expresión relacional del carácter de Dios y fluye de sus atributos de bondad y amor. Es un aspecto vital de la relación de pacto de Dios con su pueblo que está basada en la gracia. La misericordia de Dios es evidente cada vez que se retrasa el castigo, incluso cuando su pueblo está perdido en el pecado y no es consciente de las consecuencias relacionales que conlleva este pecado (Ex 34:6–7; Ez 33:10–11). Cuando las circunstancias del pueblo de Dios son terribles, debido al conflicto inminente, la persecución física y espiritual u otros tipos de sufrimiento, aquellos que temen a Dios apelan precisamente a su carácter misericordioso. Oran con la expectativa de que actuará voluntaria y poderosamente como lo hizo en el pasado (Dn 9:17–19; Sal 25:6–7; 51:1–2). Una y otra vez en las Escrituras, Dios demuestra su misericordia al salvar, redimir y restaurar a su pueblo.

Debido a que la misericordia es un atributo comunicable de Dios, la Biblia también declara que el pueblo de Dios debería tener la misma disposición hacia los demás y que su pueblo debería actuar en favor suyo (Ef 2:1–10). En el Nuevo Testamento, Jesús condena a los fariseos por su falta de misericordia, y acentúa la importancia de la misericordia junto con la acción a través de su enseñanza (Mt 23:23–24; véase también la parábola del buen samaritano en Lc 19:25–37). Jesús no sólo enseña acerca de la misericordia de Dios sino que la encarna. En su papel como Hijo de David, demuestra que es la revelación física de la misericordia de Dios (Mt 9:27–31).

Gracia de Dios

La gracia de Dios es un favor divino inmerecido, un favor del que vienen muchos dones.

La gracia de Dios fluye de su vida inter-trinitaria y otorgadora de dones. Incluso en el estado caído de la humanidad, Dios otorga gratuitamente a sus criaturas cosas buenas que no merecen. El mayor de estos bienes es Jesucristo.

El audaz hilo conductor de la gracia en la Biblia es un marcador característico del cristianismo, uno que lo distingue de otras religiones. J. Gresham Machen señaló: “El centro mismo y núcleo de toda la Biblia es la doctrina de la gracia de Dios”. Las obras de Dios en la creación, así como su pactos, sus promesas, su palabra y su obra de redención, brotan de su gracia. Todo lo que tenemos se debe a la gracia, pero, como dice Michael Horton, la gracia en sí “no es una tercera cosa o sustancia”, porque “en la gracia, Dios se da nada menos que a él mismo”.

La gracia de Dios hacia la humanidad surge de la plenitud de su ser. Él es un Dios de gracia. Cuando Dios se apareció a Moisés declaró su nombre, Yahvé, el YO SOY, como la suma de su ser eterno. Esta naturaleza incluye su gracia: “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad” (Ex 34:6). J. I. Packer sugiere que la gracia es simplemente el amor de Dios demostrado hacia quienes merecen lo contrario. La gracia de Dios es su vida otorgadora de dones, y el don es él mismo.

La gracia de Yahvé no es una reacción a nuestro comportamiento como criaturas, sino la extensión de Dios dándose eternamente a sí mismo como Padre, Hijoy Espíritu. Jesucristo trajo al hombre la gracia que ya era como el Hijo eterno dentro de la Trinidad (“lleno de gracia y verdad”, Jn 1:14–18). Por lo tanto, al recibir “la gracia del Señor Jesucristo” participamos en la plenitud divina del “amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo” (2 Cor 13:13).

Los teólogos identifican varios tipos de gracia, varios propósitos por los cuales Dios ejerce este atributo divino. La gracia común, una categoría que se encuentra con mayor frecuencia en la teología reformada, es todo el favor que Dios le muestra a la humanidad que es menor que la salvación. La teología wesleyana-arminiana enseña un concepto similar con su universal gracia preveniente, una gracia que se extiende a todos y que les permite tomar una decisión libre a favor o en contra de Dios. La gracia especial, por otro lado, es la gracia salvífica, la obra del Espíritu de aplicar la expiación de Cristo a los seres humanos. La gracia justificadora y la gracia santificadora son lo que algunos denominan la “gracia futura”. La teología reformada afirma que la gracia salvadora es efectiva e irresistible, porque está soberanamente ordenada por Dios.

Protestantes, católicos romanos, wesleyanos-arminianos, gracia libre, reformados y ortodoxos, formulan sus puntos de vista sobre la gracia de manera diferente. El tema central que los separa tiende a tener que ver con cuándo o cómo el mérito (las buenas obras) coopera con el favor divino. En la mayoría de las religiones no cristianas, la gracia está ausente; y si lo está, la gracia se concibe como la capacitación de Dios, como la ayuda divina que le permite al hombre alcanzar la salvación. Como dice el Libro de Mormón, contradiciendo mediante una adición el enunciado de Pablo en Efesios, “es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23).

Santidad de Dios

La santidad de Dios habla de la existencia de Dios como completamente separada de su creación y, al mismo tiempo, de su naturaleza pura y absolutamente incorruptible.

La Biblia demuestra la santidad de Dios de dos maneras únicas pero coherentes. La primera es su distinción con respecto a su creación (Is 6:3; Sal 99:9). Dios es totalmente otro; este es un aspecto esencial de la adoración que merece (Os 11:9). A lo largo de la Biblia, la santidad de Dios es la base de nuestra comprensión de su existencia fuera del tiempo y el espacio. Y, sin embargo, de manera algo sorprendente, la Biblia continuamente presenta su santa presencia manifestándose dentro e incluso morando entre su pueblo.

La segunda forma en que la Biblia demuestra la santidad de Dios es describiendo su presencia pura e incorruptible, una presencia que decide manifestar en proximidad con su pueblo escogido. En el Antiguo Testamento, Dios manifiesta su santa presencia en varios lugares singulares, marcándolos como espacios sagrados, a los que los humanos solamente podían entrar observando ciertas purificaciones rituales centradas en la adoración. No obstante, la santidad de Dios es incorruptible y no puede volverse impura por el contacto con la humanidad pecadora. De hecho, tal contacto inmediatamente da como resultado que la presencia santa de Dios destruya o consuma totalmente la impureza, una presencia representada como un fuego consumidor (Lv 10:1–3; Dt 4:24).

El Antiguo Testamento relaciona estrechamente la santidad de Dios con su presencia manifestada en el lugar central del culto de Israel, el tabernáculo y, más tarde, el templo de Jerusalén (Sal 5:7; 11:4). Las Escrituras presentan a Yahvé residiendo en el centro del campamento de Israel dentro de la habitación más interior del tabernáculo, el lugar santísimo.

Siguiendo cuidadosamente y con un absoluto sentido de adoración los mandamientos rituales de la ley, permitió que ciertos sacerdotes entraran a distintas secciones del tabernáculo sin temor a la destrucción por culpa de su estado de pecado. Cuando las personas y los sacerdotes se dedicaban a reconocer seriamente y a celebrar con alegría la presencia de Dios en medio de ellos, no sólo declaraban la santidad de Dios sino que también solidificaban su identidad como pueblo escogido de Dios (cf. el Día de la Expiación, Lv 16).

El Nuevo Testamento muestra la santidad de Dios en el ministerio de Jesucristo y la obra continua del Espíritu Santo. Jesús, el Santo de Israel y la Segunda Persona de la Trinidad, se presenta como la explicación vívida de la santidad de Dios en forma humana (Mc 1:24). Cristo no sólo estaba libre de la influencia del pecado, también estuvo involucrado en múltiples situaciones en las que sanó a los enfermos y necesitados a través de su toque (situaciones que hubieran hecho que cualquier otro individuo quedara impuro). Sin embargo, debido a su estado santo, ninguna de estas cosas tuvo ninguna influencia corruptora sobre él (cf.

La curación de Jesús del leproso en Mt 8:1–4; Mc 1:40–45; Lc 5:12–16). El Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad, también representa la santidad de Dios en la tierra habitando en los seguidores de Jesús y obrando de maneras poderosas dentro de la Iglesia (Jn 16:4–15). Al igual que el pueblo de Israel, los seguidores de Jesucristo están llamados a ser personas santas que no sólo están libres de la corrupción del pecado, sino que también ofrecen continuamente sus vidas como sacrificios santos a Dios (Lv 11:4; 1 Pe 1:15–16; Rom 12:1–2).

Justicia de Dios

La justicia de Dios habla del carácter de Dios, específicamente en relación con la coherencia entre su voluntad revelada y sus acciones a favor de su pueblo.

Cuando se habla de la justicia de Dios en la Biblia, se hace en el contexto de su gobierno y reinado como rey y juez sobre su creación (Sal 97:2; Hch 17:31). Como juez, Dios no sólo actúa de acuerdo a lo que se considera correcto; su voluntad revelada también servirá como el estándar más elevado de lo que es correcto (Gn 18:25; Dt 32:4). Tomadas conjuntamente, la voluntad revelada de Dios y los actos de Dios a favor de su pueblo son internamente coherentes y nunca se contradicen entre sí.

Además, nuestra comprensión de la justicia de Dios aporta integración y coherencia a todo lo demás atributos revelados de Dios, atributos considerados por los teólogos como incomunicables (eternidad, omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia, santidad, etc.) o comunicables (bondad, amor, misericordia, etc.). Es en esta coherencia integrada que podemos comenzar a comprender cuán distinto es Dios de su creación y cuán digno de reinar como rey. Sin embargo, al mismo tiempo, Dios actúa de manera justa a favor de su pueblo, demostrando que está presente e interesado activamente en sus vidas (Jr 9:24). Estas acciones no sólo revelan sus atributos divinos a la humanidad, sino que también sirven como un estándar de justicia para cómo debe actuar su pueblo.

Por ejemplo, Dios, que es perfectamente santo, puede tener una disposición de misericordia hacia aquellos que otros podrían considerar que no son merecedores de ella, hacia un pueblo profano o impío. Entonces puede actuar a su favor de acuerdo con su amor y extender su gracia a través del medio extraordinario de enviar a su Hijo a morir en una cruz. Debido a que Dios es justo (el estándar de lo que es correcto), el atributo de Dios de la santidad está en perfecta armonía con su disposición misericordiosa y sus acciones a favor de un pueblo que no la merece. Lo que parece paradójico o incluso absurdo para los seres humanos finitos encuentra coherencia en la justicia de un Dios eterno. También se convierte en el estándar de justicia revelado por el cual juzgamos nuestra propia conducta.

En la Biblia, las normas justas de Dios (la ley) sirven como expresiones reveladoras de su carácter, naturaleza y, posteriormente, su voluntad (Dt 4:7–8; Sal 19:7–9; Is 45:19). Están destinadas a ser seguidas como actos de adoración llenos de fe que reconocen su amor y gracia por su pueblo al tiempo que declaran su nombre al resto al mundo (Dt 8:1–10).

Ahora bien, desde la caída (Gn 3), la naturaleza humana se ha visto contaminada por el pecado e incapaz de llevar a cabo el propósito original de estos mandamientos reveladores sin el empoderamiento sobrenatural del Espíritu Santo de Dios que mora en ella. En el Antiguo Testamento, el hecho de que Dios morara entre su pueblo, un acto lleno de gracia, iba íntimamente ligado a su justicia. Al habitar en el tabernáculo y, más adelante, en el templo de Jerusalén, su ley no sólo revelaba cómo debía adorar fielmente su pueblo, sino también la manera en que debía vivir dentro de una comunidad que declaraba su nombre al resto del mundo. Un individuo declarado justo ante los ojos de Dios cumplía fielmente los mandatos de la ley y, debido a la gracia de Dios, se le permitía existir y ministrar en su presencia.

En el Nuevo Testamento, la justicia de Dios se representa en su plenitud trinitaria tal como se revela en la persona y el evangelio de Jesucristo (Rom 1:16–17; 5:6–11; 10:1–4; Fil 3:8–11). La muerte y resurrección de Jesús continúan la acción misericordiosa de Dios de investir a los individuos de su justicia, individuos que luego pueden existir en la presencia inmediata de Dios a pesar de su estado caído (Rom 4:1–8; Ef 4:24). En lugar de morar en la proximidad de Dios como hacía el pueblo de Israel, en el interior de los cristianos ahora vive el Espíritu Santo. Las personas que han depositado su fe en Jesucristo son los destinatarios de la justicia de Cristo y se han convertido en una nueva creación (2 Cor 5:16–21).

Veracidad de Dios

El atributo de la veracidad se refiere a la fiabilidad de Dios, es decir, su identidad como fuente de toda verdad y la conformidad constante de toda acción y revelación divinas a esta identidad.

La Biblia describe a Dios no sólo como un narrador irreprochable de la verdad, sino también como la fuente de la verdad misma. En otras palabras, la Palabra de Dios es verdadera no porque se ajuste a una realidad externa llamada “verdad”, sino porque su Palabra es una expresión de la verdad misma, es decir, la propia esencia de Dios. Esta es la razón por la que las Escrituras insisten en que Dios “no puede mentir” (Tito 1: 2), ya que eso implicaría la negación de Dios de su esencia misma, lo cual es una imposibilidad.

La veracidad de Dios es un atributo “comunicable” porque en la medida en que la creación se somete a la Palabra de Dios, también puede participar en la verdad de Dios. Así, como dice Juan Calvino: “Si consideramos al Espíritu de Dios como la única fuente de verdad, ni rechazaremos la verdad misma ni la despreciaremos allí donde se presente, a menos que deseemos despreciar al Espíritu de Dios”.

Del mismo modo, se creía que los profetas hebreos hablaban con verdad “de parte de Dios” (2 Pedro 1:21) sólo en la medida en que su mensaje se demostraba que era cierto en relación con los eventos que predecían (Dt 18:21–22). Hablando desde un punto de vista ético, la identidad de Dios como verdad también explica por qué el engaño o el dar falso testimonio acerca del prójimo se considera una violación tan atroz de la vida de las criaturas ante los ojos de Dios.

La teología cristiana a menudo apela a la veracidad de Dios en dos áreas concretas. En primer lugar, la veracidad de Dios habla de su fidelidad y, en consecuencia, de la seguridad que los creyentes pueden tener sobre la base de las promesas de Dios. En segundo lugar, la veracidad de Dios está relacionada con la inspiración divina de las Escrituras y su consecuente veracidad infalible.

Sabiduría de Dios

La sabiduría de Dios es el perfecto juicio divino y la percepción que surge de su conocimiento infinito, y esta sabiduría es algo que comparte con sus criaturas según su necesidad y para su bien.
La sabiduría de Dios está profundamente arraigada en sus obras en la creación y en la historia de la redención.

La sabiduría de Dios es evidente en todos sus propósitos y decretos divinos, y está perfectamente encarnada en su Hijo, el Logos divino, “en quien están escondidos escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col 2:3). Dios es “omnisapiente”, todo sabiduría.

Dios es omnisciente, omnipotente, inmutable, y autosuficiente en su ser y sabiduría, pero no es una colección de fuerzas trascendentes. Es una persona, una persona cuya sabiduría se muestra a través de su providencia dentro de la historia.

La sabiduría de Dios es Dios ejerciendo plenamente su infinito conocimiento, y sin embargo se deleita en compartir esta sabiduría con sus criaturas finitas. La sabiduría es un atributo comunicable de Dios. Por lo tanto, los seres humanos tienen las capacidades de la razón, la lógica, la percepción, la creatividad, la anticipación y muchos más. La sabiduría es la razón correcta, la lógica correcta, la percepción correcta, etc. Se nos prometen bendiciones si usamos estas capacidades con sabiduría.

Las Escrituras enseñan que “el temor del Señor es el principio de la sabiduría” (Prov 9:10; cf. Job 28:28; Sal 111:10). El verdadero discernimiento y la perspicacia divina solamente provienen de un afecto correcto hacia la fuente última de estas cualidades.

La literatura bíblica sapiencial muestra la sabiduría de Dios y la profundidad y diversidad de las ideas de Dios. Desde la dramática poesía épica de Job, pasando por los aforismos de Proverbios y las reflexiones escépticas de Eclesiastés, hasta las ideas sencillas y prácticas de Santiago, la sabiduría de Dios está a disposición de aquellos que portan su imagen a través de su palabra.

Parado junto al nacimiento de toda esta sabiduría está Cristo, de quien el apóstol Pablo declara que es sabiduría, encarnada (véase Jr 9:23–24 con 1 Cor 1:30): Cristo, la sabiduría eterna de Yahvé (véase Prov 8:22).

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