Fe en piloto automático

Por: Luis Cacciia Guerra para www.devocionaldiario.com


No es necesario ser un experto en aeronáutica, o un avezado piloto de avión para al menos tener una idea de lo que es el denominado “piloto automático” en un avión. Es un complejo sistema computarizado que guía al avión en vuelo sin la intervención del piloto.

Tanto los aviadores, como los ingenieros que desarrollan estos dispositivos, saben perfectamente que el piloto automático no es apto en cualquier circunstancia y que la presencia y supervisión del piloto es fundamental. En ocasiones, el mal empleo del piloto automático ha sido el motivo de terribles tragedias.

No puedo evitar el evidente paralelismo que me surge con clara evidencia en el terreno de las lides espirituales, donde muchas veces nos encontramos navegando en “piloto automático”.

Días atrás veía esta escena en una familia: Papá, mamá y las niñas bordando el auto para salir. Cada uno sabía exactamente qué puerta debía abrir, dónde ubicarse y qué hacer una vez en el interior del auto. Es que durante la corta existencia de esas niñitas, toda su vida había habido un auto en casa. Es decir, la presencia del auto en casa resultaba ser un hecho cotidiano y absolutamente natural. Difícilmente se podrían imaginar su casa, su entorno, su papá, sin el auto. Es cuando las cosas que valoramos, de tenerlas siempre con nosotros, tienden a “naturalizarse” pasan a convertirse en un hábito en tu vida y tienden a hacerse invisibles. Por contraste, para quien esto escribe, llegar a tener un auto, representa un enorme muro duro de escalar. No digo que sea imposible, lo que digo es que representa un logro que demandará mucho trabajo conmigo mismo, comenzar inclusive, a trabajar la idea de que sí es posible, cuando todo parece apuntar a que no. Es decir, yo que no lo tengo y mis posibilidades económicas y financieras no son las mismas que las de esa hermosa familia, estoy en mejores condiciones de valorar lo que resulta ser la presencia de un bien como por ejemplo, un auto en casa.

Y aquí sólo hablamos de bienes materiales de un relativamente alto costo. Pero en un mismo sentido, otro tanto ocurre con algo mucho más valioso como lo es la salud. Hay personas que gracias a Dios disfrutamos de una buena salud en términos generales. Pero hay quienes sufren terribles dolores o limitaciones físicas de mayor o menor gravedad, a raíz de la pérdida o disminución de su salud. Ellos, indudablemente están en mejores condiciones de quienes estamos relativamente bien, de valorar lo que es tener una buena salud. Es decir, “naturalizamos” el hecho de tener una buena salud olvidándonos de lo endeble y frágil que resulta ser nuestro cuerpo natural, expuesto a numerosos peligros, enfermedades y contingencias que no podemos prever y que en un segundo pueden llevarnos de la exuberancia de salud al terrible sufrimiento de una muerte lenta en vida.

No puedo evitar discernir un tremendo paralelismo entre estas cosas y lo que ocurre en el terreno de las lides espirituales. Cuando lo que resulta ser “normal y habitual” en nuestras vidas, pasa a ser “invisible” justamente por ser tan “normal”, “habitual”, “cotidiano”; en pocas palabras, “natural”, como por ejemplo el hábito de orar o el de conducir hasta la iglesia cada primer día de la semana.

Tampoco puedo evitar remitirme sin más ni más, a la parábola del Hijo Pródigo que nos contara Jesús hace ya más de dos mil años atrás (Lucas cap. 15). El hijo menor pidió a su padre que le anticipara la parte que le correspondía de su herencia. Esto, en las costumbres orientales, ya constituía de por sí solo, una ofensa gravísima, ya que se interpretaba como algo así como desear la muerte del padre. Sin embargo, el padre generosamente accedió a darle su parte y el hijo se fue y despilfarró todo lo que había recibido, en malas juntas y en vicios.

Lo que me conmueve en esta parábola, es que al regreso del hijo arrepentido, el padre en verdad tuvo que salir en busca de sus dos hijos. Del que había hecho todo mal y llegaba arrepentido de vuelta a casa (Luc. 15:20). Luego del que había permanecido siempre a su lado, había hecho todo bien, había obedecido en todo lo que el padre había ordenado, pero ahora estaba resentido y no quería entrar a la celebración, ni saber nada con su hermano (Luc. 15:28).

Uno accionó y se equivocó; hizo todo mal. Pero el otro se apoyó en su buena obra, en que estuvo junto al padre todo el tiempo, en que hizo todo bien y merecía mucho más que el otro. Uno tomó los mandos de su avión y se estrelló. El otro tenía la vida en piloto automático.

Sin embargo, los dos hermanos necesitaban sanación y perdón de parte de su padre. Ambos necesitaban sentarse a la mesa en el banquete que ofrecía el padre. El que había hecho todo mal, sin lugar a dudas; pero tal vez mucho más el que se quedó en casa, había cumplido con todos sus “deberes” puntillosamente y por ello ESTABA ABSOLUTAMENTE CONVENCIDO DE QUE SE LO MERECIA. El mayor tal vez estaba más cerca de su padre en términos físicos. Pero su reacción revela lo lejos de su corazón en que en realidad se encontraba. Si hubiera permanecido junto al corazón de su padre, se hubiera regocijado junto con él del regreso de su hermano perdido que ahora volvía arrepentido y quebrantado a la familia.

Concurrimos a una iglesia cada primer día de la semana, oramos con los hermanos, leemos de la Biblia una porción cada día o al menos en forma periódica y frecuente. Ofrendamos generosamente conforme a nuestras posibilidades. Finalmente se torna en una serie de hábitos invisibles, pero cuando las fichas de la realidad comienzan a caer, nos creemos con derecho de recibir, y aún de demandar la gracia de Dios sobre nuestras vidas. Todo ello sin olvidarnos del derecho de enojarnos, resentirnos si las cosas no son como lo esperamos.

Esto no solo revela lo cerca que hemos estado de una Iglesia, sino lo lejos que en realidad hemos estado del corazón de Dios, como el hijo mayor de la parábola, olvidándonos que GRACIA, es justamente eso: GRACIA. Un don que se otorga generosamente y a manos llenas absolutamente sin merecerlo, a título gratuito para quien lo recibe, pagado a un elevadísimo precio por quien los da, la muerte del Hijo amado de Dios en la cruz.

Nada hice para merecer el amor de Dios. Nada puedo hacer para que Dios deje de amarme. ¡101% GRACIA!

siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados,
(Romanos 3:24-25 RV60)

Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.
(Efesios 2:8-10 RV60)

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