Cuídate del evangelio “reflexivo”

Missy Speir
Coalición por el Evangelio
https://www.coalicionporelevangelio.org/
Todos los derechos reservados-Publicado con permiso


Mientras relataba una vez más mis fracasos, mi consejera cristiana se inclinó hacia mí y me preguntó amablemente: «¿No crees que ha llegado el momento de que te perdones a ti misma?». Llevaba décadas siendo cristiana, pero en este aspecto me sentía como Arthur Dimmesdale en La letra escarlata, repasando constantemente mis pecados con el azote de la memoria. Aplastada por el peso del perfeccionismo espiritual, quería ser suficiente por mí misma y fracasé.

Sabía lo que mi consejera quería decir con la pregunta, pero en el silencio que siguió, el Espíritu Santo me recordó las palabras de David:

Te manifesté mi pecado,
Y no encubrí mi iniquidad.
Dije: «Confesaré mis transgresiones al Señor»;
Y Tú perdonaste la culpa de mi pecado (Sal 32:5).

Así que pronuncié una palabra sorprendente como respuesta: «No». Consciente de la mirada inquisitiva de mi consejera, añadí: «Pero sí creo que es hora de que acepte el perdón de Dios».

Pon a prueba los refranes culturales.

Cuanto más reflexiono sobre nuestra conversación, más me cuestiono el uso de los pronombres reflexivos en el vocabulario espiritual. ¿Recuerdas los pronombres reflexivos de la escuela primaria? Indican que el objeto de la frase es el mismo que su sujeto.

«Perdóna-te a ti mismo» «Áma-te a ti mismo» «Da-te gracia a ti mismo».

Estos son refranes culturales comunes, pero no son himnos del evangelio. Aunque pueden derivar de la verdad de que debemos reconocer la dignidad y el valor que Dios nos ha dado como portadores de Su imagen, tanto en la forma en que honramos a los demás como en la forma en que nos vemos a nosotros mismos, si los llevamos demasiado lejos, estos refranes nos animan erróneamente a procurarnos cosas que en última instancia necesitamos de Dios. Cuando los comparamos con el estándar de oro de las Escrituras, descubrimos que son el oro de los tontos de una cultura encaprichada con el yo.

“Perdónate a ti mismo”

En el Salmo 32:1, David declara que la bendición pertenece a aquel cuyo «pecado es cubierto». Somos bendecidos cuando la sangre de Cristo cubre nuestros pecados, pero ¡ay de nosotros cuando intentamos cubrirlos por nuestra cuenta! Cuando Dios cubre nuestro pecado, es expiación; cuando nosotros cubrimos nuestro pecado, es engaño que lleva a la desesperanza (vv. 2-4).

Cuando intentamos hacer del perdón un acto hacia nosotros mismos, negamos nuestra dependencia de Cristo

Incluso los fariseos sabían que solo Dios perdona los pecados (Lc 5:21). Cuando intentamos hacer del perdón un acto hacia nosotros mismos, negamos nuestra dependencia de Cristo. Sin darnos cuenta, nos creemos la mentira de que podemos expiar los pecados que hemos cometido. Peor aún, intentamos usurpar el lugar de Dios. El evangelio enseña que recibimos el perdón al creer en la obra consumada de Cristo (Hch 10:43). O recibimos el perdón de Dios, o estamos condenados.

“Ámate a ti mismo”

Las Escrituras nos enseñan en términos muy claros que el amor propio es una señal de los últimos tiempos (2 Ti 3:2). Sin embargo, los llamados al amor propio abundan incluso dentro de los círculos cristianos. Dios es amor. Conocerle es dejarse envolver por el deleite profundo y personal de la Trinidad. Pero cuando perseguimos el amor a nosotros mismos, nos privamos de la relación con Aquel que es el amor mismo.

El ‘evangelio reflexivo’ es la creencia errónea de que podemos concedernos unilateralmente cualquiera de los beneficios y bendiciones de Dios

Al igual que el perdón, el amor es un don de Dios que recibimos. Según Romanos 5:5, «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado». No se trata de que nos amemos a nosotros mismos, sino de que nos amemos los unos a los otros (Jn 15:12). Como el Padre ha amado al Hijo, como el Hijo nos ha amado a nosotros y como el Espíritu nos ha llenado con la capacidad de dar el fruto de este amor, así debemos amarnos los unos a los otros (v. 9; Gá 5:22).

“Date gracia a ti mismo”

¿Qué hay de la frase común de que todos necesitamos darnos un poco más de gracia? Cuando sometemos esta idea aparentemente inofensiva a la penetrante luz de las Escrituras, descubrimos que se trata de una proposición imposible. Los seres humanos pecadores tienen acceso a la gracia solo a través de Cristo (Ro 5:2). No podemos darnos gracia a nosotros mismos, como tampoco podemos darnos reanimación cardiopulmonar. Estamos muertos al llegar, a menos que Dios nos infunda vida nueva por medio de Su Espíritu. Si necesitamos más gracia, necesitamos más de Dios. Cuando recibimos más gracia, la recibimos de la vida interior de Su Espíritu, no de las «cisternas rotas» de nuestros propios corazones (Jr 2:13).

El «evangelio reflexivo» es la creencia errónea de que podemos concedernos unilateralmente cualquiera de los beneficios y bendiciones de Dios. El evangelio reflexivo no es el evangelio en absoluto. No es más que otra mentira nacida de corazones humanos encorvados hacia dentro —la noción de homo incurvatus in se de Agustín y Lutero—, una interpretación moderna de un problema ancestral.

Estos refranes son el canto de sirena de una serpiente que «se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11: 14). Escucha de nuevo, a ver si oyes el silbido de su engaño: «Perdónate a ti mismo. Ámate a ti mismo. Date gracia. Hazlo . ¿Realmente dijo Dios que lo necesitas para eso?».

Reflectivo, no reflexivo

El verdadero evangelio nos enseña que Dios se hizo humano para hacer lo que ningún ser humano podía hacer por sí mismo. El verdadero evangelio nos enseña que «Su divino poder nos ha concedido todo cuanto concierne a la vida y a la piedad», y que recibimos esta dádiva sagrada solo «mediante el verdadero conocimiento de Aquel que nos llamó por Su gloria y excelencia» (2 P 1:3).

El verdadero evangelio nos enseña que Dios se hizo humano para hacer lo que ningún ser humano podía hacer por sí mismo

El verdadero cristianismo está diseñado para que reflejemos a Dios, no para centrarnos «reflexivamente» en nosotros mismos.

Con «el rostro descubierto», podríamos decir, miramos fijamente las profundidades de la gloria de Dios y Él nos transforma «de gloria en gloria» (2 Co 3:18). Solo cuando exponemos nuestro pecado ante Él, cuando nos deshacemos de los espejos y los bastones para selfies y empezamos a mirar fijamente el rostro de la Gloria misma, Su reflejo empezará a cambiarnos desde dentro hacia afuera.

Con el tiempo, a medida que nos transforma, empezamos a producir el fruto de Su Espíritu (Gá 5:22-23). Comenzamos a reflejar Su gloria en el mundo que nos rodea. Como reflejos de Él, conscientes de los beneficios que hemos recibido, nos perdonamos unos a otros, nos amamos unos a otros y nos señalamos unos a otros la gracia que «todos hemos recibido» en Cristo (Jn 1:16). Y, para que no lo olvidemos, «ya no somos nosotros los que vivimos, sino que Cristo vive en nosotros» (Gá 2:20).


Publicado originalmente en The Gospel CoalitionTraducido por Eduardo Fergusson.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

UNGES MI CABEZA CON ACEITE...

El poder del ayuno

PARECIDOS, PERO NO IGUALES