LIBERTADOS-De la esclavitud del pecado.
Por: Diego Brizzio
¿Cuánto tiempo
llevás luchando con tu ira o explosiones violentas, o con tu imaginación sentimental
o sexual, o con la adicción a la pornografía, o con la infidelidad, o con el
chisme? ¿Cuánto llevas batallando con la mentira o la deshonestidad, o con los gastos
compulsivos o desordenados, o con la adicción a las redes sociales, o con el
alcohol? ¿No has podido vencerlo? Ni siquiera ha disminuido. ¿Cómo te sentís?
¿Qué está pasando? ¿Cómo se puede vencer ese ciclo destructivo? Hoy vamos a ver
la última parte de esta serie que hemos titulado…
Libertados (III)
Vamos a ver que el Señor quiere libertarnos de la esclavitud al
pecado
Leamos Romanos 7.14 al 8.5… Aquí vemos en primer lugar:
I.
La esclavitud al pecado
A.
Reparemos en estas frases: “La ley es espiritual”
(14). “La Ley es buena” (16). “En lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de
Dios” (22). “En mi mente de verdad quiero obedecer la ley de Dios” (25). Es “lo
que quiero” (15). Es “el bien que quiero” (19). “Quiero hacer el bien” (21). “Deseo
hacer lo bueno” (18). “No quiero” [lo contrario a la ley], “lo aborrezco” (15-16).
Estas frases muestran que, después de haber sido regenerados, en
alguna medida queremos obedecer a Dios.
Nuestro ser interior más o menos entiende que los mandamientos de Dios son
buenos y convenientes, que hacen bien. Es más, nuestro ser interior en alguna
medida también se goza por esos mandamientos. Y todavía más, también quiere
hacerlos, tiene la intención, cierta voluntad de obedecerlos. Aprendemos que
hay un sólo Dios, y que debemos adorarlo; aprendemos que debemos conocerlo tal
como se revela en la Biblia, y no identificarlo con algo creado; aprendemos que
no debemos asesinar, ni ser infieles al cónyuge, ni mentir… y entendemos que
son mandatos realmente buenos y saludables para todos, y los deseamos, y hasta nos
disponemos a cumplirlos. Creo que, después de habernos convertido a Cristo,
esto es así para la mayoría de nosotros.
B.
Ahora leamos estas otras frases:
“Yo soy carnal” (14). “El pecado habita en
mí” (17). “En mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita” (18).
“El pecado que mora en mí” (20). “El mal está en mí” (21). “En los miembros de
mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado” (23). Estas frases muestran que, mal que nos pese, incluso después
de la conversión, El pecado sigue atrayéndonos invariablemente. El verso 23 dice que la naturaleza pecaminosa tiene una ley
implantada en nuestro corazón: la de
atraernos invariable y poderosamente hacia la desobediencia y la ruina. Así como
la ley de la gravedad consiste en que el centro de la Tierra siempre nos atrae,
así también la ley de la naturaleza pecaminosa consiste en que la maldad
siempre nos atrae, incluso después de la conversión. ¿Realmente tuvimos un
encuentro con Dios? Sí, realmente, pero esa ley del pecado sigue estando allí,
atrayendo invariable y poderosamente: Todavía nos gustaría matar a algunas personas;
la furia está a flor de piel, la ira y la violencia, el insulto y la falta de
respeto. Todavía hay un impulso hacia la infidelidad, un deseo de imaginar relaciones
o momentos amorosos con personas que no son nuestro cónyuge. Todavía hay una
compulsión por mentir, por desfigurar y ocultar la verdad. Sí, lamentablemente,
tras la conversión esas malas compulsiones permanecen activas dentro de nosotros.
C.
Leamos por último estas frases: “Esta ley
[del pecado] lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo” (23).
“Estoy vendido como esclavo al pecado” (14). “No soy capaz de hacer lo
bueno” (18). “Hago el mal que no quiero… hago lo que no quiero” (16, 19-20). “A
causa de mi naturaleza pecaminosa, soy esclavo del pecado” (25). Estos
textos nos muestran que, después de que el Señor nos salvó, hay una lucha en
nuestro ser interior, un choque, un conflicto: nuestros deseos de obedecer a
Dios luchan con nuestros deseos de pecar. Pero dicen algo más. Dicen que cuando
luchamos contra el pecado únicamente en nuestras fuerzas, el pecado nos
esclaviza; somos incapaces de vencerlo, y acaba
imponiéndose. Terminamos cautivos del pecado. Jesús lo dijo: “Todo el que
comete pecado es esclavo del pecado” (Jn 8.34). ¿Por qué pasan los años
y seguimos atrapados en los mismos pecados, debilidades, vicios y adicciones?
¿Por qué los cometemos con la misma regularidad e intensidad? ¿Por qué no
podemos tener victoria sobre ellos? Porque los hemos estado enfrentando
únicamente con nuestras fuerzas.
Hermanos queridos, esa es la esclavitud
al pecado. Ahora veamos:
II.
Dos humildes reconocimientos
Dice el verso 24: “¡Miserable de mí! ¿Quién
me librará de este cuerpo de muerte…? Aquí tenemos dos reconocimientos que
debemos hacer con humildad y honestidad. Debemos reconocer…
A.
Nuestra miseria.
Tiene que haber un quiebre en nosotros, un punto crítico en que admitimos
nuestra incapacidad natural para obedecer a Dios Y debemos hacerlo con todas las
letras: debemos llamarla corrupción, degeneración, depravación, perversión,
maldad. Debemos ser honestos y humildes, y llamarlo por su nombre.
B.
Nuestra necesidad de alguien que nos liberte, alguien que pueda romper el círculo, que tena poder suficiente
para mantenernos libres. No “algo” que nos ayude. No un método, no un
procedimiento, no más leyes. Sino una persona.
III.
La libertad de esa
esclavitud
Vamos a ver tres cosas en relación con
esa libertad:
A.
Pablo dice: “¡Gracias a Dios por medio
de Jesucristo nuestro Señor! … Ya no
hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús” (Ro 7.24; 8.1). Estas expresiones muestran cuál es el punto
de partida para experimentar la libertad de esa esclavitud. El punto de partida es la confianza en la gracia salvadora
de Dios. ¿Querés vencer
cada vez que tu naturaleza pecaminosa te atrae hacia el pecado? Tenés que estar
confiando en que gracias a Cristo ya no hay ninguna condenación para vos, que tu
situación judicial delante de Dios ya se encuentra resuelta por la eternidad y por
su gracia. Tu destino eterno ya no está en juego; ya estás en la gracia, y lo
estarás para siempre. ¿Por qué tenés que estar confiando en esta verdad? Porque
así tu motivación será correcta. No buscarás vencer el pecado para ser libre
de la condenación, sino porque ya has sido librado de la misma. No
te moverá el miedo a la condenación; te moverá la admiración de su gracia. No
querrás ganar mérito; querrás expresar tu adoración. Hermano, para vencer tu
naturaleza pecaminosa debés estar confiando en que Cristo ya te salvó por su gracia.
La fe en la gracia de Dios es el primer paso, es esencial. Tenemos que
experimentar fe en esa gracia todos los días, a cada momento.
B.
Ahora leamos
esto: “La ley del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de
la muerte…” Aquí encontramos quién es el que efectivamente te da libertad
cuando vos confiás, quién en la lucha diaria vence la naturaleza pecaminosa. El que actúa es el Espíritu Santo. No sos vos mismo el que se liberta.
No es tu propia fuerza; vos no podés. Es el Espíritu Santo; él sí puede. Dice
Gálatas 5.16: “Vivan por el Espíritu, y no seguirán los deseos de la
naturaleza pecaminosa”. Podrás resistir la atracción de los impuros deseos
sexuales, de la idolatría y hechicería, de la hostilidad, las peleas, los celos,
arrebatos de furia, ambición egoísta, discordias, divisiones, envidia,
borracheras, deshonestidad, fingimientos, glotonería, etc. Y no sólo que podrás
resistir todo eso, sino que podrás experimentar amor, alegría, paz, paciencia,
gentileza, bondad, fidelidad, humildad y control propio. Cada vez que estés
lleno de la fe en la gracia de Dios, el Espíritu te liberta, vence tu naturaleza
pecaminosa y te ayuda a ser como Jesús. Según Romanos 8.4, lo que en definitiva
hace el Espíritu es que “las justas demandas de la ley se cumplan en nosotros”;
que obedezcamos la voluntad de Dios.
C.
Lo que también
encontramos aquí es cómo te liberta el Espíritu. El Espíritu Santo te liberta desde el corazón. Ya dijimos que la naturaleza pecaminosa
tiene una ley implantada en nuestro corazón: la de atraernos invariable y
poderosamente hacia la desobediencia y la ruina. Bueno, el Espíritu Santo también
ha implantado una ley en tu corazón: la de animarte invariable y poderosamente a
la obediencia y a la vida plena. Y esta ley del Espíritu es mucho más poderosa,
y puede libertarte, puede vencer. ¿Cómo puede un avión elevarse y mantenerse
volando, si la ley de la gravedad lo atrae hacia la tierra? Puede hacerlo con
sus motores trabajando invariable y poderosamente para vencer esa ley. ¿Cómo podés
vos obedecer al Señor y ser más como él, si tu naturaleza pecaminosa te atrae
al pecado? Podés con el Espíritu Santo animándote invariable y poderosamente a
vencer esa ley, y a darte vida plena. ¡La ley del Espíritu vence la ley del pecado!
Y el Espíritu hace esto desde el corazón. Dice: “Les
quitaré ese terco corazón de piedra y les daré un corazón tierno y receptivo. Pondré
mi Espíritu en ustedes para que sigan mis decretos y se aseguren de obedecer
mis ordenanzas” (Ez 36.26-27). El Espíritu Santo es Dios mismo habitando en
nuestro corazón: allí mismo él nos habla, se da a conocer por su Palabra, genera
un gozo y una admiración genuina, deseos genuinos de obedecerlo y glorificarlo,
y un poder inexplicable para hacerlo. Nada es por compulsión o temor. Todo lo
hace desde el corazón.
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