Lavar los pies
Por: Luis Caccia Guerra para
www.devocionaldiario.com
Se
levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla,
se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los
pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba
ceñido.
Pues
si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros
también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque
ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también
hagáis.
(Juan
13:4-5 y 13:14-15 RV60)
Jesús enseñó en este pasaje de las
Escrituras, una formidable lección de liderazgo y servicio a sus
discípulos. Y hoy está más vigente que nunca.
Hace unos años, una mañana mientras conducía
las alabanzas en la apertura del culto, una hermana ubicada en los
últimos asientos cantaba a viva voz. Pero lo hacía en forma
desafinada y a destiempo, por lo que muchos de los que estaban cerca
de ella se perdían e inconscientemente comenzaban a seguirla a ella.
En verdad, no sonaba nada bien. Aquella mañana
parecía que había dos congregaciones y yo luchaba por llevarme a
remolque a la parte que venía atrasada, a destiempo y desafinaba.
Esto, debo confesar que me fastidió. ¡Cómo! ¡Si el director de
música y alabanzas era yo! Por lo que en un momento dado, paré todo
y no tuve mejor idea que aclarar a los hermanos que mi presencia
delante de todos y mi tarea era justamente conducir la música y las
alabanzas para que sonaran bien.
Han pasado los años. Ahora el que desafina soy
yo. Pero encuentro que no sólo es cuestión de notas musicales. A
veces me parece que mi vida entera es una nota que se perdió de un
pentagrama. Más allá de este hecho anecdótico, hoy descubro que
tal vez esta amada hermana supo tocar y llegar al corazón de Dios
mucho mejor que quien esto escribe. Que Dios vio con agrado la
alabanza sincera y espontánea del corazón contrito y humillado de
esta buena mujer, mas con gran desagrado y fastidio mi actitud
soberbia y arrogante. Hoy me recuerdo muchas veces pensando dentro de
mí mientras conducía la música y las alabanzas:
“-¡Pero qué bien lo estoy haciendo! ¡Je!”.
Lejos estaba de mí en aquel entonces, aprender
a lavar los pies de mis hermanos. Lejos estaba de mí aprender que es
más siervo el que está en posición de liderazgo, que el que más
sabe es el que tiene que enseñar, el que tiene que ministrar al que
menos sabe.
Jesús se quitó su manto, no hacía otra cosa
que despojarse de su investidura. Se ciñó una toalla, es decir tomó
elementos de servicio, se preparó para servir. Y finalmente, se tuvo
que agachar para lavar los pies de sus discípulos en dulce y amorosa
humillación. Es que se necesita humildad para recibir, para ser
ministrado, pero se requiere de mucha más para dar, para ministrar a
quienes vienen detrás nuestro transitando ese camino por el cual ya
hemos pasado nosotros.
Hay veces que los hermanos tienen conceptuosos
elogios sobre algún trabajo mío y eso me alienta, me ayuda… es
lindo recibir cumplidos. ¡Vaya, que se siente agradable que a uno lo
suban a un pedestal! Pero conociendo este pobre corazón, enseguida
procuro bajarme. Acepto, recibo y por un ratito disfruto de los
aplausos con gratitud, pero tan pronto como me resulta posible,
procuro ir al altar y dejarlos delante de la presencia del Señor.
“Estos cumplidos, estos aplausos SON TUYOS SEÑOR, TE PERTENECEN,
TÚ LO HICISTE”, en la certeza, en la convicción de que si algo
bueno viste en mí, el Señor y nada más que el Señor lo hizo.
Hoy, más que nunca es necesario dejar a un
lado ese manto de cualquier pretensión de investidura, ceñirnos la
toalla de una genuina vocación de servicio, e inclinarnos, toda vez
que no es posible lavar pies sin ponernos de rodillas.
Porque
somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las
cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.
(Efesios
2:10 RV60)
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