Escudos

Por Luis Caccia Guerra para www.devocionaldiario.com


Una de mis series televisivas favoritas cuyo origen se remonta a fines de los ’60, era “Star Trek”, titulada en castellano “Viaje a las estrellas”. Quien esto escribe tuvo oportunidad de disfrutarla recién en los ’70. Cuando Star Trek se estrenó en 1966, no fue un éxito inmediato, los ratings eran bajos y antes de finalizar la primera temporada, ya había intenciones del canal emisor, de cancelarla. Sin embargo, en los años siguientes, el programa se volvió extremadamente popular y llegó a convertirse en una serie de culto, seguido de cinco temporadas más y doce películas en su haber.

No obstante tener que ir a la casa de un vecino o de un pariente para poder verla, ya que en casa éramos muy pobres y no hubo un televisor sino hasta los ’80; las historias y el argumento de cada serie me hacían pensar, a pesar de mi corta edad y me fascinaban. Mi imaginación y fantasías de niñito volaban alto, con aquella serie. Muy alto, por cierto. Pero lo que más me llamaba la atención era la sorprendente y gigantesca nave estelar “USS Enterprise” y sus escudos protectores cuando entraba en combate.
Hace unos días, durante una de esas meditaciones callejeras de las que siempre hablo, vino a mi mente la imagen de la “USS Enterprise”, pero esta vez acompañada de algo de revelación de parte de Dios. Más allá de la filosofía y conceptos de la serie, con los cuales podemos alinearnos o no, estar de acuerdo o no, aceptar o rechazar; mis pensamientos se focalizaron en los escudos de protección de la nave estelar. Siempre activándose en el momento oportuno para neutralizar los disparos del enemigo. Lo ideal sería que estuviesen funcionando todo el tiempo mientras la nave surcaba el espacio sideral, pero eso no resultaba posible, dado el alto consumo de energía que demandaban.

En un sentido, todos nosotros resultamos ser muy parecidos a la “Enterprise”. Me pregunto si su autor no se inspiró inconscientemente en esa particular característica del hombre para dotar a su nave de protección. Tan pronto como comenzamos a tener uso de razón y a tomar conciencia de la mirada de los demás sobre nosotros, comenzamos a construir nuestros propios escudos de tal modo de poner a salvo nuestro ser más íntimo, de miradas indiscretas y de las intromisiones de los demás. Es un proceso inconsciente, pero continuamente estamos construyendo murallas, permanentemente a la defensiva de los avances de otros por sobre nuestro campo más íntimo. Aprendemos a disimular emociones, aprendemos a decir “sí” cuando nuestro ser interior grita a voces “no”; guardamos silencio o emitimos respuestas superficiales y acomodaticias cuando se nos compromete con una opinión. Escondemos bien escondidos nuestros más íntimos pensamientos, nuestros temores, nuestras dudas, nuestras culpas, esas cosas que nos avergüenzan y de las que nadie quiere hablar; mucho menos si profesamos ser creyentes.

Escudos de protección, nada más ni nada menos; capa sobre capa. Es saludable y absolutamente normal cierta intimidad, pero esa misma “protección” que nos sirve para ponernos a cubierto de los avances y las miradas del entorno, también resulta ser muy efectiva cuando Dios nos habla y nos muestra cosas y nos impide escuchar su voz y ver con claridad sus señales.

Pero lo más grave de todo, en realidad, es que mientras más grandes y dolorosos los temores, las culpas, los secretos, las heridas que pretendemos “proteger”, más potentes los escudos, y por lo tanto mayor su demanda de energía. ¡Es tan grande la cantidad de energía vital, espiritual y emocional que nos consume mantener esos escudos cada uno de los días de nuestras vidas!

Esto a veces hace estragos en el momento menos pensado. La “Enterprise” cuando perdía energía se desactivaban o debilitaban los escudos y sufría daños por los ataques del enemigo. Los seres humanos no somos muy diferentes a esta situación.

A veces, quienes han estado sometidos a situaciones de elevado stress sufren desmayos. Una sola vez en la vida recuerdo haber sufrido un desmayo y no resultó ser una experiencia precisamente agradable. Cuando eso ocurre, es -entre otras muchas otras razones fisiológicas- debido a que el cerebro suspende o pone en segundo plano todas las funciones que considera superfluas y no vitales, pero que consumen energía, a los efectos de poder canalizar esa poca energía que resta para poder sostener las funciones realmente vitales y prioritarias.

En nuestras vidas ocurre algo muy parecido. Llega un momento en el cual, los niveles de energía bajan. Ya no se pueden sostener los escudos y toda nuestra vida se desmorona, hace implosión, se quebranta.

Al escribir estas líneas, irrumpe en mi memoria el recuerdo de mi padre sentado delante de mi escritorio en mi oficina, diciéndome con lágrimas en sus ojos:

“-Luis, lo siento. Ya no sé cómo manejar esto.”

No vale la pena abundar en detalles aquí que no vienen al caso. Lo que sí me dio una severa lección de vida, es que mi padre había estado ocultando una situación durante casi treinta años y de un día para el otro, se descubrió todo. Ese día, cayeron sus escudos y ya no tenía control de nada. Estaba literalmente entregado. Pude haberle hecho severos reproches, pero su actitud quebrantada me movió a misericordia y simplemente le dije:

-“No te preocupes, puedes contar conmigo; todo estará bien a partir de hoy.”

Delante de él, tomé el teléfono e hice unas llamadas. En los días sucesivos todo salió a la luz y se aclaró. Vivió los últimos años de su vida en paz.

No me agrada, pero no puedo menos que sentirme profundamente identificado con mi padre. Todos tenemos terribles secretos, culpas, dudas, temores, que ocultamos, protegemos con eficientes escudos… hasta que un día la energía falla, o no resulta ser suficiente y cae.

Ese es el momento de la entrega, cuando ya no queda más que hacer, cuando toda nuestra vida se desmoronó, está deshecha, quebrantada, rota y ya no queda escudo que la proteja.

Es el momento de abrir las puertas del alma para que la luz de Cristo alumbre y sane las heridas.

Encamíname en tu verdad, y enséñame,
Porque tú eres el Dios de mi salvación;
En ti he esperado todo el día. Acuérdate, oh Jehová, de tus piedades y de tus misericordias,
Que son perpetuas. De los pecados de mi juventud, y de mis rebeliones, no te acuerdes;
Conforme a tu misericordia acuérdate de mí,
Por tu bondad, oh Jehová.
(Salmos 25:5-7 RV60)

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