Sublime Gracia

Por: Luis Caccia Guerra para www.devocionaldiario.com

 
A la edad de dieciocho años quien esto escribe era ateo, estaba en el último año del colegio secundario, con promisorias posibilidades de ser un brillante ingeniero, pero sin proyectos de vida. No quería saber nada con Dios ni con la vida. No tenía interés en continuar viviendo. La vida, el futuro, se presentaban como una oscura incógnita donde la muerte aguardaba en algún recodo cualquiera del camino.

Sin saber casi nada de lo que bullía en mi mente, don Miguel, un tío creyente, muy interesado en que yo construyera una vida, vivía presionando para que encontrara una chica y me pusiera de novio. Cierto día tuvo a bien prestarme un libro de Luis Palau titulado: “¿Con quién me casaré?”.

-No importa si no entiendes los versículos de la Biblia que cita el autor. Lo que sí me interesa es que leas el texto, fue la consigna. Y con esa perspectiva abordé la lectura del libro.

Desde niñito me gustó el hábito de la lectura, cosa que aún hoy a poco más de medio siglo de vida aún persiste. Me crié como un hijo único y en casa apenas si alcanzaba el presupuesto para la comida y la renta, por lo que no hubo televisión hasta bien entrada mi juventud. Por lo que no quedaban más opciones que leer o ir a ver televisión a casa de la vecinita de al lado. Entre mi niñez y mi adolescencia, muchos libros pasaron por mis manos. Una tía con una interesante biblioteca me prestaba sus libros. Esto era mejor para mí que un costoso regalo.

-¡Hasta en una hoja en blanco encuentra qué leer! comentaba orgullosa mi madre.

El de Luis Palau era el primer libro cristiano que llegaba a mi vida, aún sin ser creyente y lo que no es un detalle menor: sin querer saber nada con Dios. Hoy creo que esto fue un verdadero milagro de Dios en mi vida. Gracias, Miguel por tu libro; gracias Luis por escribirlo. La claridad de conceptos, la aplicación práctica para las cuestiones de vida y las certezas que abordaba; pero por sobre todas las cosas, el saber que todo esto estaba basado en la Biblia, me ayudó a ver la Palabra de Dios con otros ojos; como algo más que palabras huecas leídas con solemnidad desde un púlpito. Ahora lo que decía la Biblia comenzaba a tener un sentido práctico, una enseñanza, instrucciones útiles, un plan de vida.

Miguel, que hoy se encuentra en la presencia del Señor, me ayudó mucho a clarificar cosas. El sólo hecho de haber prestado no sólo su libro, sino también su tiempo y su oído para escucharme y contenerme fue una gran obra que Dios hizo en mi vida a través de su ministerio en un momento de tanta depresión, tan crítico en mi vida.

-¿Perdonarías a tu padre? Me preguntó esa tarde, ambos sentados en un banco de la plaza.

-No sé, que Dios lo perdone, por lo que a mí respecta, ¡No! respondí enérgicamente lleno de amargura y resentimiento.

-Pues bien, insistió; Jesús te perdonó a ti.

Esas palabras traspasaron todas y cada una de las duras costras de dolor, odio, frustración, decepción, amargura y resentimiento tras las que se escondía un corazoncito herido, dolido, angustiado, triste y solitario.

Y como el boxeador que en una fracción de segundo ve que madura el knock-out y que si no alarga ese golpe ahora, en este preciso instante, la pelea se le va de las manos, arrojó:

-¿Aceptarías a Jesús como Salvador, y que El te perdone?

-Sí. Respondí.

Miguel no lo podía creer. Volvió a preguntar una y otra vez. La respuesta fue una y otra vez la misma. Aquella tarde me desarmé, me quebranté, me derrumbé. Pues ahí estaba parado delante de mí, aunque no pudiera verlo, ese Jesús que no conocía, sin importarle mis insultos, haciendo caso omiso de mi incredulidad, ignorando los puñales de mi indiferencia; con sus manos rotas extendidas hacia mí ofreciéndome su perdón.

Ese día de octubre de 1980, este joven –así es como aún hoy me siento– hallaba la paz para su alma y para su vida, en la fe, en Jesús, no en la religión, que no es lo mismo. Mucha es el agua que aún debía pasar por debajo de este puente. Y Dios aún no ha terminado conmigo todavía.

Pero lo mejor de todo, es que ese raudal de Sublime Gracia, ese perdón inmerecido, pagado a un elevadísimo precio por quien lo da, pero entregado generosamente y a manos llenas a título gratuito para quien lo recibe, esa liberación para tu alma, también hoy está disponible para ti, si tan sólo le dices que sí.

Aún permanece Jesús parado delante de ti, ofreciéndote sus manos rotas por los clavos de la cruz.

He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.
(Apocalipsis 3:20 RV60)

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