Señor, No me entregues a los filisteos!!!
Conocida
es
la
historia
del
pueblo
de
Israel.
Salió
con
poder
de
la
esclavitud
de
Egipto,
tomado
de
la
mano
poderosa
de
Dios.
El
Señor
abrió
las
aguas
del
mar
para
que
el
pueblo
pasara.
Los
bendecidos
pasaron.
Los
oportunistas
del
ejército
egipcio,
no.
Hoy
esa
historia
sigue
siendo
así.
Se
repite
cada
día,
en
cada
vida.
Como
creyentes
hemos
sido
liberados
de
la
esclavitud
del
pecado,
del
Egipto
de
nuestras
vidas.
Nuestro
amado
Dios
abrió
las
aguas
del
mar
para
que
pudiésemos
pasar
a
la
otra
orilla.
Detrás
nuestro,
un
tremendo
y
poderoso
ejército
de
huestes
celestiales
de
maldad
que
creyó
ser
hábil
en
aprovechar
la
brecha
entre
las
aguas,
quedó
sepultado
y
hundido
en
ellas.
Y
nosotros
mientras
transitamos
la
vida
en
este
mundo
caído
y
corrupto
vamos
en
camino
de
una
Tierra
Celestial
prometida,
donde
ya
no
habrá
tristeza
ni
dolor,
donde
toda
lágrima
será
enjugada
y
donde
toda
pena
y
sufrimiento
hallará
consuelo.
Sin
embargo
en
cada
vida,
persiste
muchas
veces,
como
ocurrió
con
el
pueblo
de
Israel
en
la
época
de
Moisés;
la
mentalidad
de
esclavo
en
personas
emancipadas,
liberadas
de
la
esclavitud.
Otros,
aprovechando
la
brecha
de
las
aguas,
es
decir,
“colgándose”
de
las
bendiciones
de
Dios,
pero
lejos
de
El
y
viviendo
en
pecado.
No
es
de
extrañarse,
entonces
que
en
alguna
época
de
nuestras
vidas,
las
aguas
se
nos
hayan
cerrado
encima
nuestro
y
de
repente
nos
hemos
hallado
clamando
a
Dios
porque
nos
saque
de
las
profundidades.
Pero
más
adelante,
aún
otras
dificultades
esperaban
a
este
pueblo
mal
agradecido,
idólatra,
terco
y
quejumbroso.
¡Ese
soy
yo!
Dios
les
prometió
y
les
entregó
en
sus
manos
una
Tierra
Prometida
rica,
de
abundancia,
“donde
fluye
leche
y
miel”.
Pero
hubo
luchas.
Lo
que
pudo
durar
unas
pocas
semanas,
tal
vez
unos
pocos
meses;
se
transformó
en
cuarenta
años
de
tumbos
en
el
desierto.
Y
esto
no
fue
un
problema
de
Dios.
Fue
por
causa
del
hombre
y
nada
más
que
de
él.
Y
uno
de
los
pueblos
que
más
dolores
de
cabeza
le
causaron
a
los
elegidos
de
Dios,
fueron
justamente
los
filisteos.
Hoy
las
cosas
no
son
muy
diferentes.
Vivimos
rodeados
de
filisteos.
De
gente
que
invoca
a
Dios,
pero
nos
hace
mal,
que
procura
no
otra
cosa
que
hacernos
daño.
En
la
vecindad,
en
el
trabajo,
en
la
escuela,
en
la
universidad
y
si
nos
descuidamos,
alguno
también
en
el
mismo
seno
de
la
iglesia,
surge
desde
las
sombras
para
clavarnos
la
aguda
y
filosa
daga
de
una
traición,
una
trampa,
una
zancadilla
o
simplemente
aprovecharse
de
algún
error
o
debilidad
nuestra
para
obtener
su
rédito
a
costa
de
nuestro
perjuicio.
Muchas
veces
clamé
a
Dios
“¡Señor,
que
no
se
salga
con
la
suya,
por
favor!”
Pero…
¿Saben
qué?
Esa
persona
que
procura
mi
mal
y
está
pendiente
aún
de
cada
pestañeo
de
mis
ojos
para
conseguirlo,
no
hace
otra
cosa
que
salirse
con
la
suya
toda
y
cada
vez
que
así
se
lo
propone.
Cuando
el
pueblo
de
Israel
se
alejaba
de
Dios,
sobrevenían
los
ataques
de
los
Filisteos.
Quien
dice
“Filisteos”
también
dice
babilonios,
romanos,
y
cualquier
otra
nación
que
Dios
puso
en
algún
momento
de
su
historia
para
subyugarlos,
para
someterlos
y
hacerles
sentir
el
amargo
sabor
de
la
derrota
lejos
de
la
mano
de
Dios.
Esto
hoy
permanece
más
vigente
que
nunca
en
cada
una
de
nuestras
vidas.
Si
el
enemigo
obtiene
éxito
y
se
sale
con
la
suya
simplemente
cada
vez
que
así
se
lo
propone,
es
porque
no
estamos
tan
cerca
de
Dios
como
creemos
estarlo.
Señor…
¡Por favor, no me entregues a los filisteos!
Mas
el publicano estando lejos no quería ni aun alzar los ojos al cielo,
sino que hería su pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí,
pecador.
(Lucas
18:13 RV2000)
El
SEÑOR alejó tus juicios, echó fuera tu enemigo; El SEÑOR es Rey
de Israel en medio de ti; nunca más verás el mal.
(Sofonías
3:15 RV2000)
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