La Gracia de Dios fluye desde lo más alto hacia lo más bajo
Por: Luis Caccia Guerra para
www.devocionaldiario.com
A menudo, en la medida en que puedo hacerlo, me
agrada mencionar algunas características del lugar donde vivo. No
por vanagloria, mas en un profundo sentido de gratitud hacia Dios.
Clima, seco, entre desierto y montaña. La Ciudad de Mendoza,
Argentina; se halla en un valle de características desérticas. El
oasis que es en la actualidad se debe al trabajo desde hace un par de
siglos de los ingenieros que trajeron el agua del deshielo de la
montaña, mediante canales hacia la ciudad. Es más, una
característica predominante de la Ciudad que a los turistas siempre
les llama poderosamente la atención, es que a ambos lados de todas
sus calles se encuentran pequeños canales denominados “cunetas”
o “acequias” que transportan agua para el riego del abundante
arbolado público que provee sombra y abrigo, además del necesario
oxígeno.
Distintos sectores de lo que se denomina Gran
Mendoza, se encuentran a muy diferentes niveles de altura entre sí.
Resulta muy sencillo saber hacia dónde se encuentra la parte más
alta de la Ciudad, tan sólo observando el sentido de circulación
del agua. Siempre se desplaza desde el lugar más alto hacia el más
bajo.
Los que hemos nacido aquí, estamos tan
habituados a este escenario de todos los días desde que siendo tan
pequeñitos tuvimos uso de razón, que a veces alguno se olvida de la
existencia de estos canales y visita abruptamente su fondo…
Sin embargo, esta característica del agua
circulando sin cesar por toda la ciudad, me recuerda constantemente
la Gracia de Nuestro Señor. Una Gracia que trasciende fronteras
geográficas, físicas e inclusive generacionales. Que hasta en los
más sutiles detalles, es capaz de ir mucho más allá de nuestra
limitada capacidad de comprensión y entendimiento.
El primero de los cuatro Evangelios, el de
Mateo, traído del corazón del Altísimo al conocimiento de los
hombres por la pluma de un publicano, un despreciable recaudador de
impuestos de la época; comienza con una genealogía de Jesús. Una
genealogía, que como lo expresa tan singular y gráficamente Philip
Yansey: “saca varios muertos del placard”. Tamar (Génesis
38:15 y 16), Rahab (Josué 6:25) y Betsabé, la mujer de Urías (II
Samuel 11:3 y 4) mujeres con serios traspiés en sus vidas, se hallan
en esa lista.
Buenas Nuevas escritas por un indeseable de la
época (¡gracias Señor, por lo que hiciste con nuestro amado
hermano Mateo!, algún día habremos de conocerle personalmente),
tres mujeres que desde lo profundo de sus vidas hechas pedazos,
fueron ungidas y levantadas con la Gracia Soberana de Nuestro amado
Señor para traernos a quien tenía el poder de salvar y redimir
nuestras almas no menos rotas y hechas pedazos que las de ellas…
Me alienta poder discernir que Dios buscó lo
último de la tierra, para hacer lo que los “buenos”, los
“mejores”, no pudieron. Me alienta saber que el agua bendita de
su gracia desciende como un río de perdón desde lo Altísimo hasta
lo más profundo para sanar y restaurar, para traer vida a lo que
estaba perdido, seco, enfermo, corrupto; entre tal escoria me
encontraba yo. También lo hizo por tí, amada, amado; que ahora lees
estas líneas.
¡Gracias, amado Señor! ¡Lo hiciste por mí!
La Gracia de Dios fluye desde lo más alto
hacia lo más bajo.
Pero
la ley se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el
pecado abundó, sobreabundó la gracia; para que así como el pecado
reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia
para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro.
(Romanos
5:20-21 RV60)
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