Una vez fui un jardín
Una vez, hace muchos años, fui un jardín
florido. De esos llenos de rosas y de agradable fragancia ante el
Señor. Es que una vez esa semilla de su Palabra había caído en
buena tierra y germinó. Era esa semilla de Su Palabra en mi corazón
contrito y humillado delante del Señor. Fui un niño creyente, pero
los golpes de la vida, las carencias, las ausencias, los desengaños,
las mentiras de quienes me rodearon y en quienes confié endurecieron
ese corazoncito y finalmente me convertí en un joven ateo, de esos
que no querían saber nada con Dios ni con nada que tuviera que ver
con El. Un día me ví a mis jóvenes 18 años, sin proyectos de vida
y en medio de una terrible depresión. Ya no había vida más allá
para mí y la posibilidad de quitarme la vida ya había comenzado a
cobrar fuerza. Fue entonces cuando a mediados de octubre de 1980, la
luz de Cristo me alumbró, con lágrimas en los ojos, con un corazón
contrito y humillado, y después de una terrible lucha, finalmente
entregaba mi alma al Señor.
¡Qué bello día, Señor! ¡Era como abrir las
puertas del cielo desde la tierra! Lágrimas afloran con intensidad
al revivir el recuerdo y escribir esto.
Un amigo en el Señor, un amado hermano que
estaba a punto de terminar sus días sobre esta tierra, tuvo a bien
felicitarme por la decisión que había tomado, pero también tuvo la
sabiduría de advertirme: -¡Ahora comienza el camino de la verdadera
lucha!. En ese momento no entendía nada, sólo años después pude
saber de qué se trataba. Mi amado hermano, el que tuvo a bien
hablarme con tanta claridad, partió a la presencia del Señor poco
tiempo después, víctima de la leucemia que lo aquejaba, y a
principios de los ochenta, él sabía que tenía sus días contados
sobre esta tierra. Sin embargo cada vez que lo escuchaba orar en el
templo, él arrancaba con un enfático: –“Amado Señor, nuestros
labios prorrumpen en alabanza delante de tu presencia…” A mis
jóvenes 18 años y recién convertido nada podía entender de la
trascendencia que esto tendría en mi vida. Hoy pienso y reflexiono…
ni siquiera recuerdo el nombre de este amado hermano al momento de
escribir estas palabras, pero sus palabras y sus oraciones dejaron
una huella profunda en lo más profundo del alma de quien estas cosas
escribe. Y no puedo menos que caer de rodillas y dar las gracias a mi
amado Salvador por haber puesto en mi camino a alguien como él.
Hoy, a poco más de treinta años de aquél
momento, mi esposa y mi hija pasan cerca mío al escribir esta
palabras y no entienden nada, sólo me ven escribir y llorar delante
de la pantalla. Y la pregunta que aflora una y otra vez en mi mente
es: ¿Qué hice de mi vida?
Los fantasmas del remordimiento asoman una y
otra vez. Nada hice bien. Todo lo eché a perder. Y algún día las
consecuencias de mi accionar me alcanzarán. Y es que sin saber cómo
ni cuándo abandoné ese primer amor que tuve con mi Señor. Las
vicisitudes de la vida distrajeron mis oídos de su dulce voz
hablando a mi alma. Pronto el ruido de la tormenta hundió mis pies
en las aguas de la tempestad de la vida y hoy ya no se escuchan más
que mis gritos -¡Señor Sálvame! (Mateo 14:30)
Es entonces cuando cobran vida nuevamente las
palabras de mi amado hermano: “-¡Ahora comienza el camino de la
verdadera lucha!”
Pero
tengo contra ti, que has dejado tu primer amor.
Recuerda,
por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las
primeras obras; pues si no, vendré pronto a ti, y quitaré tu
candelero de su lugar, si no te hubieres arrepentido.
(Apocalipsis
2:4-5 RV60)
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