SERIE "SÓLO A ÉL SERVIRÁS" - Mensaje 3: YO MISMO
Por: Pastor Diego Brizzio
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Audio: Aporte de Sonido Iglesia "Sígueme"
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El rey
de Babilonia dijo: “Escalaré hasta los
cielos más altos y seré como el Altísimo” (Is 14.14). El Rey de Tiro dijo: “¡Soy un dios! Estoy sentado en un trono
divino…” (Ez 28.2). El rey Darío de Persia firmó un decreto para que nadie
pudiese orar a ningún Dios, sino únicamente a él (Dn 6.6-9). El domingo
pasado reflexionamos sobre el ídolo del dinero y las posesiones, y vimos cuánto
ofende a Dios ese ídolo. Hoy nos vamos a referir al ídolo…
Yo mismo
Sólo a él servirás III – Éx 5.1-2; Dn 4.29-31
Cada uno
de nosotros puede llegar a hacer de sí mismo un ídolo, un dios falso. Cada vez
que nosotros mismos tomamos el lugar de Dios, o competimos con él de alguna
manera, nos estamos idolatrando a nosotros mismos. Quiero que veamos al menos dos
ejemplos concretos: el del rey de Egipto, y el del rey de Babilonia. Cuando
nosotros seguimos estos ejemplos, estamos tomando el lugar de Dios, haciendo
ídolos a nosotros mismos.
I.
El rey de Egipto: un
caso de autodeterminación
Éxodo 5.1 al 2: “Después
Moisés y Aarón entraron a la presencia de Faraón y le dijeron: El Señor Dios de
Israel dice así: Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en el desierto. Y
Faraón respondió: ¿Quién ese Señor, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel?
Yo no conozco a ese Señor, ni tampoco dejaré ir a Israel.” Miren esto: Dios le da al rey un mandamiento: que deje libre a toda su
fuerza laboral, libertar a todos los esclavos hebreos. ¿Qué le parece este
mandamiento al rey? Le parece que va en contra de sus intereses. Entonces su
respuesta fue: “—No pienso obedecer a Dios”.
Cada vez que nosotros
escuchamos algún mandamiento de Dios, su voluntad, su imperativo, y pensamos: “—A
mí no me parece, a mí no me gusta, está desfasado, fuera de lugar, muy extremo…
no pienso obedecerlo”, estamos haciendo de nosotros mismos un ídolo. Nos
levantamos por sobre Dios, pensando que somos más sabios que él, y que tenemos
más autoridad que él. Queremos autodeterminar nuestra vida. No queremos a nadie
por encima de nosotros, a quien rendirle cuentas. Esto es ponernos a nosotros
en el rol de Dios, de determinar la vida.
Dios nos dice que hay un
solo Dios, y que es hermoso, y que nos hace bien adorarlo; pero nosotros decimos que eso es exclusivismo o fanatismo, y entonces
no vamos a obedecer. Dios nos dice que para conocerlo a él debemos ir a la
Biblia y aprender cómo es, que no debemos depender de nuestra imaginación
para la forma de ser de Dios; pero nosotros decimos que eso es muy aburrido y
difícil, y entonces no vamos a obedecer. Dios nos dice que debemos honrar a
los padres, pero nosotros decimos que ellos son de otra generación y no nos
entienden, entonces no queremos obedecer. Dios nos dice que siempre debemos
expresarnos con la verdad, pero nosotros decimos que la verdad no siempre
conviene, entonces no vamos a obedecer. Dios nos dice que las relaciones
sexuales se disfrutan exclusivamente con el cónyuge; pero nosotros pensamos
que eso es arcaico y represivo, y que no vamos a obedecer.
Hermanos
y amigos, Dios nos ha dado mandamientos que nos hacen bien, para que nos vaya
bien. Obedecerlos siempre es mejor. Nunca pensemos que están equivocados, o que
no nos convienen. Tampoco nos rebelemos contra él y lo desobedezcamos. Eso es
ponernos encima de la sabiduría de Dios, en el lugar de Dios. Eso es idolatría.
No sigamos nunca el ejemplo del rey de Egipto. Sigamos el ejemplo de Cristo,
quien le dijo a su Padre: “No se haga mi voluntad, sino la tuya.”
II.
El rey de Babilonia:
un caso de autopromoción
Daniel 4.29-31: “Al cabo de doce meses, paseando en el palacio real
de Babilonia, habló el rey y dijo: ¿No es ésta la gran Babilonia que yo edifiqué
para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad? Aún
estaba la palabra en la boca del rey, cuando vino una voz del cielo: A ti se te
dice, rey Nabucodonosor: El reino ha sido quitado de ti.” Al leer frases como “mi
poder” y “mi majestad”, podemos ver qué pensaba este rey. Pensaba que el poder y
la majestad que tenía como emperador los había obtenido él mismo, por sí mismo.
Él se los atribuía o adjudicaba solamente a sí mismo, a su propia destreza
política, a su genialidad militar, etc. Luego, él también sentía algo. Sentía deseos
de que todo el mundo se diera cuenta de ese poder y de esa majestad. Deseaba
que todos exclamaran ¡Wowww!, que lo admiraran, que hablaran de él, lo temieran,
respetaran. Luego, puesto que pensaba así y deseaba eso, ¿qué hizo? Hizo algo
para lograrlo, para que todos lo admiraran más todavía. Se construyó esa gran ciudad
capital. Cuando leemos todo el pasaje, está claro que Dios vio en ese pensamiento,
sentimiento y comportamiento un claro principio idolátrico. Nabucodonosor se
exaltó a sí mismo.
Hermanos
y amigos queridos, cuando nosotros seguimos este ejemplo, nos estamos
idolatrando. Cuando nosotros notamos
alguna cosa buena nuestra, y nos la atribuimos solamente a nosotros, y
empezamos a desear que los demás la noten y nos admiren, y empezamos a hacer
cosas para lograrlo, entonces estamos haciendo un ídolo de nosotros mismos.
Estamos queriendo la admiración que le corresponde a Dios.
La
gran mayoría de nosotros hoy en día se la pasa mirándose a sí mismo, buscándose
cosas buenas. Y ciertamente alguna encuentra, una o más: una cara o un cuerpo bonito, o inteligencia, o un gran conocimiento, o un
título o un buen rendimiento académico, un buen desempeño en el trabajo o en la
casa, buenos resultados como madre o padre, una gran habilidad deportiva, un talento
artístico, frutos de tu servicio en la iglesia, bienes de calidad… Alguna cosa
buena nos encontramos. Y está bien. No se trata de que neguemos que tenemos
alguna cosa buena. Pero sucede
que al notárnosla, nos la atribuimos solamente a nosotros mismos, como si fuese
algo exclusivamente propio, surgido de nosotros mismos. ¿Y luego qué sentimos? Sentimos
un fuerte deseo, o necesidad o picazón de que otros, y si es posible muchos
otros, también lo noten, nos miren, y nos admiren, y nos aplaudan, y digan
Woww, y hablen bien de nosotros. ¿Y entonces qué hacemos? Empezamos a hacer
cosas para que se cumpla ese deseo o picazón: si tenemos un cuerpo o una
cara bonita, nos sacamos fotos de todos lo perfiles, con todos los gestos,
y las publicamos, y cada vez que entramos nos fijamos en cuantos “me gusta” nos
han puesto, cuántos comentarios, cuántos seguidores… Lo mismo hacemos si
tenemos un talento artístico. Algunos incluso, se anotan en casting, y
participan en programas de talentos, para lograr que muchos los admiren, y así
hacerse famosos. Si hacemos algo bien, nos gusta hablar de todo lo que
hacemos bien, sin que nadie nos lo pregunte. Este es el tiempo en que la
mayoría gritamos: “—¡Miren esto mío, es mío, mírenme y admírenme! Queremos ser
vistos, conocidos, afamados, populares, ovacionados. ¿Qué nos pasa? Es un
impulso idolátrico de nosotros mismos.
¿Cómo es eso de pensar
que las cosas buenas que tenemos son nuestras? Dios ha dejado bien claro que las cosas buenas que
tenemos nos han sido dadas por Dios. Dice
Santiago 1.17: “Todo lo que es bueno y perfecto desciende a nosotros de
parte de Dios nuestro Padre”. Y Pablo dice: ¿Qué tienes que Dios no te haya
dado? Todo lo que tienes proviene de Dios” (1 Co 4.7). Así que, cuando
notamos alguna cosa buena nuestra, no tenemos que atribuírnosla solamente a
nosotros; debemos pensar lo que pensaba Pablo: “Lo que ahora soy, todo se
debe a que Dios derramó su favor… no fui yo sino Dios quien obraba a través de
mí por su gracia” (1 Co 15.10). ¿Cómo es eso de desear ser vistos y
admirados por los demás, y si es posible por muchos? Dios también ha dejado
claro que no debemos desear eso. Si alguien nos felicita, nos reconoce o
aplaude por algo, está bien. Pero nosotros nos debemos desearlo. Nosotros más bien
debemos desear lo que deseaba el salmista, quien decía: “No a nosotros, oh Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria”
(Sal 115.1). “Tributen
al Señor la gloria que merece su nombre” (Sal 29.2). El cristiano siempre debe desear que todos noten las maravillas
personales de Dios, y que él sea el exaltado. Luego, deseando eso, debemos vivir
para lograrlo. Como Cristo, quien algunas horas antes de morir, pudo decirle al
Padre: “Yo te he glorificado en la tierra” (Jn 17.4). Él había hecho
todo, había vivido cada minuto de su vida, para que la gente de su época y
también nosotros viésemos a Dios, conociésemos a Dios, su poder, su amor, su
compasión, su justicia… A propósito,
Pablo dio: “Ya sea que coman o beban, hagan todo para la
gloria de Dios” (1 Co 10.31).
Cada detalle de su vida debe ser elegido y vivido para que se refleje la forma
de ser de Dios, para que la gente lo conozca.
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Amén! Que a su nombre sea la gloria!
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