Un reflejo de su Gracia Divina
Por: Luis Caccia Guerra para
www.devocionaldiario.com
Hace unos días, recordé un par de antiguas
anécdotas con un amado hermano en las lides espirituales. Fue una
época dura… durísima, diría yo. Transcurría la segunda mitad de
los ’80. Pocos meses atrás había ocurrido un terremoto en mi
ciudad y me encontraba en un estado de stress post-traumático muy
similar al de los soldados que vuelven de la guerra. Ya de por sí
les tengo un pánico “peludo” a los movimientos sísmicos; ni
hablar de un terremoto, en el que quedaron casas destruidas, gente
sin hogar… Durante mucho tiempo estuvieron resonando en mi mente
los ruidos de la tierra moviéndose, de murallas que caen, vidrios de
ventanales que estallan, cosas que se derrumban… Aquella triste
noche, me encontraba compartiendo una animada reunión de jóvenes en
el templo y tuve que volver a casa caminando, ya que no funcionaban
los servicios de transporte público, la energía se había cortado y
la ciudad estaba sumida en un verdadero caos. Durante meses,
inclusive más de un año después, a veces sólo los latidos de mi
propio corazón me ponían en pánico creyendo que se trataba de otro
movimiento sísmico, de otra más de las cientos de réplicas que
habitualmente ocurren luego de uno de estos terribles eventos.
Éramos muy jóvenes en aquél entonces. Yo no
sabía lo que me estaba ocurriendo. Mis padres estaban demasiado
enfrascados en sus propios problemas como para pensar en acceder a
ayuda profesional para mí. Muy lejos de culparlo por ello, mi amigo,
algo menor que yo, tampoco tenía la capacidad ni los conocimientos
para poder entenderlo. Pero él era bromista y disfrutaba serlo.
Y quien esto escribe, en ese estado, resultaba
ser un blanco fácil para sus bromas. En una oportunidad, se ocultó
detrás del piano y cuando yo estaba tocando, comenzó a moverlo.
¡Salté aterrorizado creyendo que otra vez la tragedia volvía a
repetirse! O aquella vez que abrí una puerta de un placard y salió
él… haciendo ¡Búhh! Todo se nubló para mí y pocos segundos
después, recuerdo que alguien estaba forcejeando conmigo para
sacarme del placard… O aquella noche en que apagadas las luces del
templo, ya prácticamente listos para irnos a casa, pasó por al lado
mío y me hizo: ¡Búhh! y seguió caminando. Una vez más, todo se
nubló. Lo último que recuerdo es un dolor agudo en mi pie
izquierdo. Por favor, no pregunten por qué, pero todavía me duele
cada vez que lo recuerdooooo!!!
Debo decir que no estoy precisamente orgulloso
de mi destrato hacia mi amado hermano. Con el paso de los años, él
hoy ha llegado a ser mi hermano adoptivo y por quien tengo un
profundo amor y respeto. Es mutuo el sentimiento, por cierto. Hoy
ambos podemos recordar esto a título de anécdota y con cierta cuota
de humor, pero en verdad dista mucho de ser gracioso.
¡Qué loco! Menos mal que resultó ser un tipo
pacífico, conciliante, paciente, tolerante. De haber sido de otro
modo, tal vez todavía estarían los bomberos tratando de sacarme de
abajo de la pata de un banco del templo... Pero si hay algo que no
puedo olvidar, es la formidable lección de vida cristiana que me
enseñó en aquella oportunidad. Y no es la única, por cierto.
No veo otra cosa en su actitud, que un fiel
reflejo de la Gracia Admirable de mi Señor, ya que siendo un pobre
ser angustiado, herido, triste, agresivo, conflictivo, intratable;
aún así me demostró su inmenso amor y tuvo a bien perdonarme...
¡Gracias! ¡Muchas gracias por mostrarme en una forma tangible y
entendible para mí, lo que es el amor de Dios!
Mas
Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros.
(Romanos
5:8 RV60)
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