La piedra removida
Por: Luis Caccia Guerra para
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Y
muy de mañana, el primer día de la semana, vinieron al sepulcro,
ya salido el sol. Pero decían entre sí: ¿Quién nos removerá la
piedra de la entrada del sepulcro? Pero cuando miraron, vieron
removida la piedra, que era muy grande.
(Marcos
16:2-4 RV60)
Y
hallaron removida la piedra del sepulcro; y entrando, no hallaron el
cuerpo del Señor Jesús.
(Lucas
24:2-3 RV60)
“Recibe la misericordia. Vive como una
persona perdonada. Este debe haber sido el principio más difícil de
todos. Fue difícil porque llegué a la conclusión de que el mayor
acusador de la persona de vida quebrantada es la persona misma”.
(Gordon Mac Donald).
Uno de los problemas más difíciles de perdón
para los seres humanos, tal vez no sea tanto el haber aprendido a
perdonar a los otros, cosa que ya de por sí no representa un detalle
menor en las interrelaciones personales; sino el aprender a
perdonarse a sí mismo.
Hay contingencias de la vida que nos llegan sin
permiso, abordan nuestras vidas abruptamente, sin ser esperadas ni
mucho menos invitadas. Pero hay otras que llegan como consecuencia de
decisiones mal tomadas, de hábitos de vida no del todo correctos, o
a causa de esas “licencias” que muchas veces nos tomamos,
creyendo ingenuamente como allá en el Edén, que las consecuencias
de nuestras acciones jamás nos van a alcanzar.
Cuando el tiempo de cosecha llega, no sólo el
quebranto, la culpa, el dolor, la vergüenza, la amargura, la
tristeza, la pérdida, hacen estragos en nuestras vidas. Como si todo
esto no fuera suficiente, el Acusador nos recuerda una y otra vez que
“esto ya no tiene remedio”, “ya no hay forma de volver atrás”,
“Dios ya no quiere saber más nada contigo”.
Pero
María estaba fuera llorando junto al sepulcro; y mientras lloraba,
se inclinó para mirar dentro del sepulcro; y vio a dos ángeles con
vestiduras blancas, que estaban sentados el uno a la cabecera, y el
otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido puesto.
(Juan
20:11-12 RV60)
En la Biblia hallamos a María llorando ante el
sepulcro de Nuestro Señor (Juan 20:11 y 12); también a Marta,
llorando ante la tumba de su hermano Lázaro (Juan 11:33), y a Sara,
la esposa de Abraham ¡riéndose! (Génesis 18:12). No importa si
muerte o anuncio de vida, unas lloraban, otra reía; pero todas, ante
un denominador común: lo imposible. Las tres mujeres habían
enterrado en una tumba para siempre lo que más amaban. Una a su
hijo, la otra a su hermano; la tercera, ya avanzada en años, sus más
caros anhelos y sueños de ser madre.
Hace diez años, llegué a una comunidad
absolutamente convencido de que Dios no quería saber más nada
conmigo. Quebrantado y ya sin esperanzas, meses me llevó entender
que me había encerrado en mi propia tumba y conmigo había enterrado
mis más caros sueños. Meses me llevó atreverme a abrir los ojos y
ver que la gran piedra ya había sido removida, que en lugar de un
frío cadáver en la oscuridad, había dos ángeles luminosos en
vestiduras blancas.
Entre la risa y el llanto hay tan sólo un
solo paso. Los mecanismos físicos y psicológicos que movilizan
ambas reacciones son bastante parecidos. Es más, hay personas que
ante una crisis de risa, inexplicablemente ¡terminan llorando!
Jesús
entonces, al verla llorando, y a los judíos que la acompañaban,
también llorando, se estremeció en espíritu y se conmovió,
(Juan
11:33 RV60)
Al propio Jesús lo encontramos llorando
profundamente conmovido ante la tumba de Lázaro (Juan 11: 35). No
era por Lázaro, a quien tenía el poder de levantar de entre los
muertos. Estaba intensamente conmovido ante el dolor de las personas
a quienes amaba.
Hoy, esto no es distinto de aquel momento hace
dos mil años. No importa lo que hayas hecho en el pasado. Jesús
está pronto a reaccionar y responder conmovido ante un corazón
contrito y humillado.
Hoy, ante la tumba de tus sueños rotos, de una
vida deshecha, Jesús se conmueve ante tus lágrimas. La piedra ha
sido removida. Ya no hay más tumba con poder de poner prisionera tu
vida y con ella tus más caros sueños y anhelos.
Enderezándose
Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer,
¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni
yo te condeno; vete, y no peques más.
(Juan
8:10-11 RV60)
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