ESPECTATIVAS
Por: Luis Caccia Guerra para www.devocionaldiario.com
Cuando mi hija aún era una niña, le prometí construirle una
casa de muñecas. Tenía todas las herramientas necesarias para hacerlo y algunos
conocimientos que tal vez hubiera sido necesario ampliarlos un poco. La
cuestión es que sólo tenía que adquirir los materiales y hallar los tiempos
para ponerme a trabajar. Cuando le prometí hacerlo, estaba en condiciones de
hacerlo. A esta altura de los acontecimientos, ya no recuerdo por qué, pero la
verdad es que nunca cumplí. Hoy ya no es una nena, no tiene el menor sentido
apurarme a construir la casita de muñecas… el tiempo pasó inexorablemente. Sólo
una vez recuerdo haber hablado del tema, pero lo cierto es que ella jamás me
reclamó nada. Tal vez cuando ella tenga sus hijos pueda saldar la deuda… o tal
vez eso nunca ocurra, no lo puedo saber a ciencia cierta. También es probable que
sólo soy yo el que se siente así, ya que son muy pocas las veces en que le he
prometido algo y no he podido cumplir. A veces me ha tenido que esperar un
tiempo importante, habida cuenta de que un año es mucho tiempo en la corta vida
de un niño, pero finalmente nunca dejé de cumplir con cada cosa que me
comprometí con ella.
Hoy, en medio de la prueba, cuando el temporal arrecia y el
rostro de Dios parece haberse escondido de este siervo, también pude recordar,
y es eso lo que motivó la presente reflexión; las numerosas promesas que
livianamente me hizo mi padre y sin demostrar la más mínima culpa ni pesar,
jamás cumplió. No le juzgo ni guardo rencor alguno hacia su memoria, sólo que
tal vez me ví identificado en esta oportunidad con esa despreocupada manera de
proceder. Lo cierto es que yo tomaba muy en serio su palabra y lo daba como un
hecho concreto cuando él me decía “esto un día va a ser tuyo” o “vamos a ir
juntos a…”, y un extenso y larguísimo “etc.”. A la larga, cansado de esperar,
los años pasaron, las promesas se olvidaron, las palabras se diluyeron en el olvido.
Pero, más allá del hombre y de las circunstancias, no había
reparado en la huella que esta clase de experiencias deja en la vida de una
persona, hasta que adulto y recién casado tuve que afrontar uno de los peores
momentos de mi vida.
A principios de los ’90, el sol asomaba en nuestras vidas
con el anuncio de nuestro primer bebé. ¡Estábamos tan felices! La dicha y la
bendición de Dios visitaba nuestras vidas. Cada día orábamos a Dios, dábamos
gracias y rogábamos por ese bebé que venía en camino, que creciera fuerte y
sanito, y también pedíamos por nosotros como padres. Tres meses después la blanca y radiante
mañana que asomaba en nuestras vidas con la venida de nuestro bebé, comenzó a
teñirse de gris. Comenzaron a aparecer síntomas de que algo no estaba bien.
Vinieron estudios, exámenes, reiteradas visitas al médico… y finalmente un día ya
no hubo más bebé que esperar. Aquél negro mediodía, mi esposa y yo salíamos
abrazados de la maternidad del hospital, vacíos y desolados en medio de la
algarabía y las expresiones de júbilo de las familias que habían tenido mejor
suerte que nosotros.
Habíamos estado orando con pasión y dando las gracias a Dios
por una caja vacía. Por fuera pletórica de bendición. Por dentro físicamente
vacía, pero llena de amargura y desolación. Una vez más surgía el fantasma de las
promesas incumplidas de mi infancia. Y es que hay un hecho cierto: que la
relación que tenemos con nuestros padres cuando niños influirá en una gran
medida en la calidad del vínculo que cuando adultos hemos de tener con nuestro
Padre Dios.
Con “la niña de sus ojos” (Salmos 17:8), nos compara Dios.
“Pueblo suyo y ovejas de su prado” (Salmos 100:3) dice que somos. Ninguna cosa
creada podrá separarnos del amor de Dios (Romanos 8:38 y 39) escribe el apóstol
Pablo. El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del
Omnipotente… (Salmos 91:1)
“No existe una angustia mayor que la que una
persona experimenta cuando ha edificado todo su estilo de vida sobre cierto
concepto teológico y que luego éste se derrumbe…” (*)escribió James Dobson
sobre esta clase de situación. Tal y cual. Durante nuestro proceso de
crecimiento desde que conocimos al Señor como Salvador, nos había sido
presentado un dios muy diferente del Dios Vivo y Verdadero. Toda vez que lo que nos había pasado nada
tiene que ver con el amor de Dios.
Toda nuestra vida estaba edificada sobre ese concepto
erróneo, y el día de la tormenta ese mundito de ilusión que habíamos construido
con tanto tesón se derrumbó inexorablemente delante de nuestros ojos sin que
pudiésemos hacer absolutamente nada. Nuestras oraciones ya no fueron tan
fervientes y con el transcurso del tiempo se fueron apagando. La desesperanza,
la desconfianza, la confusión; ganaron terreno sobre la fe y la esperanza.
Cinco años estuvimos sin congregarnos en ninguna iglesia y sin querer saber más
nada con Dios.
A los cristianos no nos agrada hablar de estos temas. Pero
quienes hemos transitado suficiente camino de la mano del Señor, tarde o
temprano nos hemos de ver involucrados; en mayor o en menor medida, con más o
menos intensidad, en situaciones parecidas a esta.
Tímidamente y después de mucho tiempo, tomé la iniciativa de
empezar a juntar los pedazos de nuestras vidas hechas añicos y comenzar a
edificar de nuevo, pero esta vez lo haría sobre bases sólidas. Y es que como
veníamos construyendo, verdaderamente no teníamos futuro. Fue necesaria una
terrible sacudida para poder establecer una verdadera y firme confianza en el
Señor y comenzar a edificar de nuevo, pero esta vez sobre bases sólidas (Mateo
7:24-25). Afortunadamente, -y para la Gloria de Dios lo digo- mi amado Papá
Celestial no es como lo fue mi padre terrenal, ni tampoco como soy yo como
padre (II Corintios 7:1).
Nunca lo pude entender, pero la llegada años más tarde,
milagrosa y providencial de nuestra hija –la de la casita de muñecas del
principio de la presente reflexión– finalmente me demostró que en medio de tan
terrible dolor y la angustia de la confusión, en medio de la intensa amargura
de mi alma, y cuando el rostro de Dios parecía haberse escondido, El en
realidad permaneció todo el tiempo a mi lado guardándome de las tinieblas, de
las garras del maligno y hoy después de muchos años tú estás presenciando el
milagro de leer estas líneas. ¡Sí, MILAGRO es la palabra que he utilizado! Y no
es para menos, ya que es la primera vez que exteriorizo esto. No es fácil ni
agradable, pero resuelvo hacerlo por este medio confiado en Nuestro Señor, en
la certeza de que todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios, pero
fundamentalmente A LOS QUE CONFORME A SU
PROPÓSITO SON LLAMADOS (Romanos 8:28).
Conozco personas que han experimentado terribles pérdidas.
Enfermedades cruentas y dolorosas, mutilaciones, la pérdida sin el menor
sentido de un ser amado en la plenitud de su vida, circunstancias trágicas, o
inclusive el asesinato sin razón y sin sentido se ha hecho presente en medio de
sus familias. Otras no tan terribles, pero experiencias igualmente desoladoras
como una separación, la partida de un ser amado, la pérdida de los bienes o del
trabajo; por mencionar sólo algunas contingencias capaces de transformar en un
instante, el vergel de una vida próspera y llena de felicidad; en la fría,
oscura y helada noche de un desierto.
Más allá de las circunstancias, hallo en todas estas
situaciones un denominador común: “expectativa”. Nada confunde más al creyente
cuando TODO lo ESPERA de DIOS. El incrédulo, en cambio, poco tiene que perder o
experimentar, pues nada dice haber recibido ni esperar de Dios. En este
sentido, definitivamente venimos a ser la
niña de sus ojos (Salmos 17:8), que se asusta, se confunde, se conmueve
cuando la contingencia asoma sin más ni más en su vida sin aparente propósito
ni sentido.
“Dios no me quita nada”, dice mi amado hermano adoptivo
Gustavo. “Me cambia cosas”, agrega. Y tiene razón. El tuvo que afrontar peores
necesidades que yo durante su infancia. Ya en su juventud, penosas pérdidas.
Hoy disfruta de una familia bellísima y de un mejor pasar.
Todo acontece de la misma
manera a todos; un mismo suceso ocurre
al justo y al impío; al bueno, al limpio y al no limpio; al que sacrifica, y al que no sacrifica; como al bueno, así al que peca; al que jura,
como al que teme el juramento.
(Eclesiastés 9:2
RV60)
Como son más altos los cielos
que la tierra, así son mis caminos más
altos que vuestros caminos, y mis
pensamientos más que vuestros pensamientos.
(Isaías 55:9 RV60)
Ahora vemos por espejo, oscuramente;
mas entonces veremos cara a cara.
Ahora conozco en parte; pero
entonces conoceré como fui conocido.
(1 Corintios 13:12
RV60)
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(*): Cuando lo que Dios hace no
tiene sentido. Dr. James Dobson. Unilit. Miami. 2011.
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