La cara oscura de la Luna
La cara oscura de la
Luna
Por: Luis Caccia Guerra para www.devocionaldiario.com
Es un hermoso espectáculo la Luna en su plenitud brillando
en el firmamento de una noche clara. Sin embargo, existe una cara oculta de la
Luna, una que a veces permanece en sombras y que por cierto, no vemos nunca,
excepto unos pocos privilegiados que pudieron estar allí durante algunas horas.
La Luna tiene la misma velocidad de translación que de
rotación. Ello significa que aunque también gira sobre sí misma, siempre hay
una misma cara mostrándose hacia el planeta, mientras que el otro hemisferio
permanece oculto a los ojos de los observadores desde la Tierra. Cuando el
sol está al otro lado e ilumina la cara que da hacia el planeta, la otra
permanece en sombras, en la más densa oscuridad.
No puedo menos que ver en este fenómeno de la física
planetaria un extraordinario paralelo con la vida de Marcelo.
“Siempre estuve
expuesto a la cara del fracaso. Una madre neurótica y acomodaticia que lo tuvo
todo para salir adelante, pero prefirió la comodidad de permanecer en la
miseria junto a un hombre que no la amaba ni le dio nada, sino que la usó hasta
el último de los días de su vida y a mí me mostró una cara de que todas las
cosas siempre le iban mal”. Así arranca este desgarrador testimonio de
Marcelo, un hombre cuyo nombre real mantenemos en reserva por decisión suya y profundo
respeto por su privacidad.
Su padre tenía una doble vida. Una familia bien constituida
con su esposa y sus hijos, pero por otra parte “visitaba” con frecuencia a la
mamá de Marcelo. Eso significaba para Marcelo, sin poder comprender qué estaba
pasando en la realidad, reiteradas y a veces prolongadas ausencias de su padre,
sintiéndose completamente desprotegido y con la angustia de no saber dónde
estaba, cómo estaba o qué estaba haciendo. Es más, hasta bien avanzada su juventud
su padre resultó ser con frecuencia el ausente de los cumpleaños, de los
eventos, de los logros y también de las tristezas, enfermedades y temores
cuando las cosas andaban mal. Ello sin mencionar los aportes miserables para
alimentación, colegio y vestimenta, magros, escasos y a cuentagotas.
Marcelo recuerda que fue un niño inquieto y travieso. Cada
vez que le ocurría algo, su madre a los gritos le recriminaba: “-¿Viste lo que
te pasó? ¡Bien hecho! ¡DIOS CASTIGA!!”
Hoy Marcelo es creyente y padre de familia. Sin embargo a
sus ya pasados cuarenta años de edad, aún continúa teniendo problemas con Dios,
con todo lo que emprende y en la relación con los demás.
Y es
que Marcelo creció con un gran temor de Dios. Aún siendo un
niñito, en su triste corazoncito él creía que Dios lo tenía como “bicho bajo la
lupa” examinándolo, vigilándolo y dispuesto a bajarle fuego del cielo al menor
atisbo de inconducta. Ello, sumado a dos prolongadas enfermedades que durante nueve
años de su infancia lo tuvieron lleno de limitaciones, contribuyó a reforzar la
arraigada creencia muy en lo profundo de su corazón de que Dios le provee
bendiciones a cuentagotas y de que todo lo malo que le pasa hoy es porque Dios
se lo manda. Que cuando peor las cosas van y más triste y sólo se encuentra,
Dios es el gran ausente de su vida.
A los poco más de treinta años de edad, Marcelo conoció a
sus otros medio-hermanos pertenecientes a la “familia oficial” de su padre.
Parece que bien distinta había sido la historia con ellos. Empresarios
exitosos, de relativamente buen pasar, en tanto que Marcelo vivía en la
pobreza, inmerso en el temor y sin saber hacer un simple y elemental negocio.
Evidentemente, la cara que se le había mostrado a Marcelo
era la peor, la más oscura; la del fracaso, la de la mentira. Había
permanecido expuesto a la densa oscuridad de la cara oculta de la Luna, en el
cono de sombras cuando el sol brilla desde el otro lado del planeta.
Y es que la imagen que cuando niños tenemos de nuestros
padres, es la imagen que cuando grandes hemos de tener de Dios. Esto se repite
de generación en generación cuando de adultos nos convertimos en padres.
Muchas veces se nos escapa el detalle para nada menor, de
que la imagen que hoy nuestros hijos tienen de nosotros –no la que pretendemos
mostrarles, sino la que ellos mismos ven– tendrá una importancia decisiva en la
imagen que cuando adultos han de tener de Dios, como Padre Celestial del que
dependemos en la totalidad, dador, aportador de seguridad y beneficios.
Procura
con diligencia presentarte a Dios aprobado,
como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad.
(2 Timoteo 2:15 RV60)
Si
esto enseñas a los hermanos, serás buen
ministro de Jesucristo, nutrido con las
palabras de la fe y de la buena doctrina que has seguido.
(1 Timoteo 4:6 RV60)
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