Somos cristianos “adultescentes”? Avancemos hacia la madurez espiritual

Brayan Allín Palencia
Coalición por el Evangelio
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Un filósofo francés, analizando el mundo actual, llamó «adultescente» a «toda persona que, a pesar de su edad cronológica y que debería ya pensar y actuar como adulto, no logra superar la etapa adolescente con negación a aceptar y asumir el paso del tiempo».

Aunque existen matices, la adolescencia y la juventud suele ubicarse entre los doce y veintiséis años, mientras que la etapa adulta va desde los veintiséis hasta los cincuenta. Entonces, un «adultescente» sería una persona mayor de veintiséis años, pero que su comportamiento, su forma de pensar y sus actitudes son como las de una persona menor a esas edad.

Este fenómeno en nuestra sociedad es una buena ilustración de lo que el apóstol Pablo llamó «niños en Cristo» (1 Co 3:1-4). Un cristiano «adultescente» es alguien que hace tiempo creyó el mensaje del evangelio y se esperaría que fuese maduro en la fe, pero todavía es un adolescente espiritual y su carácter lo delata.

Cristianos inmaduros

Los creyentes corintios fueron bendecidos con excelentes líderes: Pablo había iniciado la obra (Hch 18:1-11), luego llegó Apolos, «hombre elocuente y que era poderoso en las Escrituras» (vv. 24-27); quizás también Pedro haya liderado la iglesia por algún tiempo (cp. 1 Co 1:12). Además, Pablo reconocía que Dios había enriquecido a los corintios en palabra, conocimiento y dones (vv. 5-7).

Sin embargo, en vez de evidenciar crecimiento y madurez, ellos exhibían todo lo contrario: divisiones partidistas (1:10 – 4:21), inmoralidades sexuales y demandas judiciales entre hermanos (5 – 6), mal ejercicio de la libertad cristiana (7 – 9), desorden en el culto y falta de amor (11 – 14), entre otros problemas.

A pesar de su riqueza en dones, los corintios tenían mucho por crecer. Esto nos recuerda que el conocimiento no es igual a la madurez y que la abundancia de dones no asegura un carácter transformado. Por eso Pablo no podía hablarles como a espirituales, «sino como a carnales, como a niños en Cristo» (1 Co 3:1).

El apóstol Pablo usa una figura retórica de comparación: les hablaba como a carnales, aunque sabe que son hermanos y miembros de la iglesia de Dios que han recibido la gracia en Jesús (1:1-9). Es como si el apóstol dijera: «Entiendo lo que ustedes son en Cristo y veo que Dios ha hecho maravillas en ustedes, pero la forma en que se relacionan los unos con los otros contradice su identidad».

El conocimiento no es igual a la madurez y la abundancia de dones no asegura un carácter transformado

La expresión de Pablo, «como a carnales», ha sido mal utilizada para argumentar sobre la posibilidad de que una persona pueda nacer de nuevo espiritualmente y, al mismo tiempo, vivir en la carne; es decir, que se puede asegurar que alguien es salvo por hacer una profesión de fe, aunque siga viviendo a la manera de este mundo. Esto es imposible, pues el nuevo nacimiento implica una transformación radical. Pero es cierto que no todos los cristianos están en la misma etapa de madurez. Los «cristianos carnales» en ese sentido no existen, aunque los inmaduros sí, como si fueran cristianos «adultescentes». Las palabras de Pablo son duras, pero nos exhortan a buscar la madurez en nuestra vida espiritual.

Vence la inmadurez con el evangelio

De acuerdo con Pablo, ¿qué caracterizaba a los corintios, que los hacía parecer personas carnales; es decir, que evidenciaba su inmadurez y «adultescencia»?

Pablo confronta a los corintios «como a carnales» mientras señala las divisiones, los celos y las discusiones que estaban sucediendo dentro de la iglesia (1 Co 3:3). Existía una búsqueda constante de protagonismo, un deseo de poder y control sobre los demás, como si quisieran demostrar «quién es quién». Pero los celos y las discusiones no distinguen al cristiano maduro, sino la humildad y el amor (Col 3:12-14). Por eso Pablo les recuerda que los cristianos deben vivir para servir a los demás, como él y Apolos lo hacían.

En lugar de buscar posiciones, como si fuésemos algo, debemos recordar que somos lo vil y despreciado de este mundo y que, estando en esa condición, Dios nos escogió por pura gracia. En vez de concentrarnos en nuestras capacidades o nuestras obras, debemos enfocarnos en la obra de Dios, por la cual estamos en Cristo Jesus. De modo que, el que se gloríe, que se gloríe en Cristo (1 Co 1:28-31).

El evangelio nos hace humildes porque nos recuerda cuán viles éramos y a la vez nos otorga el valor infinito de una nueva identidad en Cristo. Así que nuestra identidad ya no se basa en nuestras habilidades, posiciones o en compararnos con los demás, sino en lo que Cristo hizo por nosotros.

No me malinterpretes, los cristianos aún podemos caer en celos y envidias; es lo que sucedía en la iglesia de Corinto. No reconocer que luchamos contra el pecado sería un pecado en sí mismo (1 Jn 1:8). Sin embargo, también sabemos que el pecado ya no ejerce dominio sobre nuestras vidas, sino que Cristo reina en nuestro corazón. Así que ahora buscamos vivir como instrumentos de justicia, no de maldad (Ro 6:12-14). Entender esto produce gran esperanza en los cristianos verdaderos.

Un llamado a examinarnos

¿Cuál es el llamado exhortativo de Pablo? Precisamente, porque estamos en Cristo, nos manda a examinarnos, especialmente a la hora de participar en la comunión con nuestros hermanos (1 Co 11:28; cp. 2 Co 13:5). ¿Somos dominados por el orgullo, los celos y las contiendas? Si lo somos, sería sano que nos cuestionemos si estamos creciendo en la fe o no, o incluso si nuestra fe en Cristo es real o no. Dios nos conoce y sabe realmente cómo estamos en nuestro proceso de crecimiento y madurez.

El evangelio nos hace humildes porque nos recuerda cuán viles éramos y a la vez no otorga el valor infinito de una nueva identidad en Cristo

Hermanos, no vivamos como cristianos inmaduros, justificando nuestro pecado diciendo: «Soy cristiano, pero hago esto porque aún vivo en la carne». Por el contrario, pidamos a Dios en oración que nos examine (Sal 26:2), apartémonos de la iniquidad y busquemos la santidad, sin la cual nadie verá al Señor (He 12:14).

Finalmente, tengamos siempre presente que esa santidad a la que fuimos llamados sería imposible sin la gracia de Dios:

Porque la gracia de Dios se ha manifestado, trayendo salvación a todos los hombres, enseñándonos, que negando la impiedad y los deseos mundanos, vivamos en este mundo sobria justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Cristo Jesús. Él se dio por nosotros, para redimirnos de toda iniquidad y purificar para Sí un pueblo para posesión Suya, celoso de buenas obras (Tit 2:11-14).

La gracia que nos salva es la misma que nos santifica y nos hace madurar. Todos los que hemos sido alcanzados por esa gracia estamos en proceso de crecimiento, el cual solo terminará el día en que seamos glorificados. Pero donde sea que estemos en ese proceso, hemos de dar fruto conforme a la gracia que nos ha sido dada.

A medida que atesoramos a Jesús, yendo a Él cada día a través de Su palabra, la oración y la comunión con Su pueblo, y por el poder del Espíritu Santo, podremos avanzar, crecer y madurar.

Entonces ya no seremos cristianos «adultescentes», sacudidos y llevados de aquí para allá por todo viento de doctrina. Por el contrario, llegaremos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, a la condición de un hombre maduro, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo (Ef 4:13-14).




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