CREZCAN EN LA GRACIA Pte.II-PERMANECER vs. CAER
Por: Diego Brizzio
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Imagen: by Diego Brizzio
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El domingo pasado lo decíamos a coro: Dios es muy
bondadoso y muy generoso con todos y conmigo. Así es. Dios es “el Dios de toda
gracia”. Antes de Cristo, su gracia ya brilla: se manifiesta en
especial en su trato con Israel. Y después de Cristo, la gracia
de Dios brilla mucho más, y se manifiesta en las bendiciones espirituales que,
gracias a Cristo, Dios les ha dado a los que sólo merecen su ira. La gracia de
Dios alcanza a todos los pecadores que confían en Cristo, y confiar en ella
genera lo más deleitoso que podemos experimentar. Eso sería un breve repaso del
domingo pasado. Hoy vamos a ver la segunda parte de esta serie…
Crezcan en la
gracia (II)
Permanecer vs.
Caer
Veamos:
I.
“Por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual
estamos firmes” (Ro 5.2). Y 1 Pedro 5.12 dice: “Esta es la verdadera gracia de Dios.
Manténganse firmes en ella”. Este texto dice muy claramente que estamos en la gracia de Dios, y en ella debemos permanecer.
Todos los que hemos confiado en Jesucristo como Salvador, estamos
en la gracia de Dios. Eso quiere decir que estamos en una relación en que desde el inicio todo
ha sido, es y será por la gran bondad y generosidad de Dios. El inicio de esta
relación, en el pasado, fue por gracia; ya lo vimos: nos eligió por gracia, nos
dio un nuevo corazón para creer, nos dio solución a la deuda judicial, un lugar
en su familia, una herencia, el Espíritu Santo… todo por gracia. ¿Y la
continuación de esta relación, en el presente y en el futuro… por qué se caracteriza? ¡También por la gracia! Nuestro
Padre dice que, después de darnos a Cristo —que es lo máximo—, él también nos
da “gratuitamente todas las cosas”, todas las cosas que nos hacen bien y
que realmente necesitamos (Ro 8.32): el plato de fideos y la ropa, el
perdón y la restauración diaria, el poder y la transformación interior, el servicio
a Cristo y sus frutos… todo en el presente y en el futuro es y será por gracia.
Sí, hermanos, estamos en una relación en que desde el inicio todo ha sido, es
y será por la gran bondad y generosidad de Dios. Estamos en la gracia.
Ahora
bien, debemos
permanecer firmes (¡y crecer!) en esa gracia. Eso quiere decir que debemos seguir confiando de todo corazón en todo eso. Todos los días debemos ir a la Biblia, para renovar
nuestra fe en la bondad y generosidad inmerecida de Dios. Pero no será posible
sin la ayuda del Espíritu Santo. Él es el único que puede activar nuestra percepción
espiritual. Por eso David pedía: “Abre mis ojos, y miraré las maravillas de la
Ley” (Sal 119). Si no hay percepción espiritual no hay plena convicción de la
verdad, certeza profunda, descanso en Dios. Necesitamos seguir confiando, y
crecer en la confianza. También debemos disfrutar lo que esa confianza genera. Lo dijimos el domingo pasado: cuando el Espíritu Santo nos abre los ojos
para creer que Dios es bondadoso y generoso con nosotros, sentimos gozo, paz,
libertad, amor, etc. en otras palabras, ¡plena satisfacción! Saciedad; lo más
maravilloso que podemos llegar a vivir. Permanecer en la gracia es disfrutar
lo que el Espíritu nos hace sentir mediante la fe.
II.
Ahora busquemos, por
favor, Gálatas 5.4… Dice: “De Cristo os desligasteis, los que por la ley os
justificáis; de la gracia habéis caído”. La versión NTV lo traduce así: “Si
ustedes pretenden hacerse justos ante Dios por cumplir la ley [de Moisés], ¡han
quedado separados de Cristo! Han caído de la gracia de Dios.” Cuidado, si no
nos mantenemos firmes en la gracia de Dios, podemos caer de ella. Los
cristianos de Galacia ya habían sido introducidos en la gracia de Dios, en esa
relación con Él en que todo es por gracia de principio a fin. Sin embargo, unos
falsos maestros empezaron a enseñarles que confiar en la obra de Cristo no era
suficiente, sino que aparte debían cumplir algunos mandamientos de la ley de Moisés
para poder ganarse la salvación delante de Dios. Por esa enseñanza, estos
hermanos gálatas habían tambaleado y habían caído de la gracia. Esto nos
advierte una cosa muy importante: Caer de la gracia es
una gran insensatez. Veamos algunas cosas
sobre esto:
¿Qué es caer de la gracia? Caer de la gracia no es perder la salvación, perder eternamente la relación
con Dios. No. En pocas palabras, caer de la gracia es lo opuesto a lo que dijimos
en el apartado anterior: Es dejar
de confiar de corazón en las verdades básicas: dejar de buscarlas, dejar de abrazarlas por el Espíritu, cerrarnos a ellas, rechazarlas, resistirlas, endurecernos,
hasta perderlas de vista, y dejar que se diluyan. Luego, como es lógico, es dejar de disfrutar lo que la confianza genera. Ya no sentimos gozo. Como ya no vemos la
maravillosa gracia de Dios, las fibras emocionales no se activan. En su lugar,
hay un espíritu apagado, vergüenza, cobardía, etc. Ya no hay gozo. Tampoco
disfrutamos la paz con Dios. Judicialmente, a la paz con Dios la seguimos
teniendo, gracias a Cristo. En realidad, Dios ya fue propiciado; ya no hay ira
ni condenación contra nosotros; ya estamos reconciliados; ya Dios nos ve como amigos.
Sin embargo, espiritual o psicológicamente, por no confiar ni descansar en la
gracia, volvemos a mirar a Dios como extraño, distante y duro; y volvemos a
sentir suspicacia, inquietud, sentimiento de deuda. En fin, ¡no disfrutamos la
paz con Dios! Por último, no disfrutamos el amor ni la esperanza, porque
ambos son producto de la fe y el gozo. Así que, caer de la gracia es dejar
de confiar en ella, y dejar de disfrutar lo que la fe genera. Ahora vamos a
ver…
¿Cuándo caemos de la gracia de Dios? Esto es muy importante. Los gálatas cayeron cuando creyeron que la
circuncisión era algo de mucho peso, y pensaron que, si la cumplían, Dios debía
aceptarlos. Entonces, caemos de la gracia de Dios, cuando creemos que algunas cosas de peso son “propias”. Cuando repasamos nuestra vida,
nuestra persona, e incluso nuestro día, con seguridad que todos encontramos
algunas cosas de peso. Tal vez encontramos virtudes, tal vez logros, acciones, hábitos,
desempeños, trayectorias, relaciones, familia, funciones, conocimientos, experiencias,
influencia, y varias otras cosas que teóricamente son de peso, son valiosas. Más
específicamente, al escanearnos, tal vez encontramos que somos honestos (esa es
una virtud de peso); o que oramos media hora diaria (ese es un hábito valioso),
o que hemos ido a la iglesia, o que vamos casi todos los domingos (eso es algo
bueno), o que he hablado en lenguas, que tengo un título universitario, que en
la iglesia soy un líder, que hago mis oraciones a Dios formuladas de modo correcto,
que sigo la sana doctrina, que pertenezco a esta denominación, que en mi
trabajo siempre cumplo todo, que he levantado un gran comercio o una gran
empresa, que me hice la casa, que he presentado a mis niños en la iglesia, que
desde que me convertí a Cristo nunca me aparté del Señor, que tengo a toda mi
familia en los caminos de Cristo, que he estado en proyectos misioneros, etc.
etc. Encontramos esas, o algunas de esas cosas, y con cierta razón pensamos que
son de peso, que son importantes, valiosas… y es verdad. En sí mismas son
buenas. Ahora bien, muchas veces automáticamente pensamos que esas cosas, en
lugar de ser cosas de la gracia de Dios, son “propias”, nos las adjudicamos: “Todo
esto mío, salió de mí, procede de mí, yo lo hice realidad, fue por mi fuerza, por
mi fuerza de voluntad, por mi disciplina, es de mi propia cosecha…” Después
de eso, caemos de la gracia de Dios cuando
por esas cosas esperamos algo de parte de Dios. Luego de encontrar una o más cosas de peso en nosotros, y creer que son
propias, lo que muchas veces sigue en nuestro corazón —también automáticamente—
es que por esas cosas nos creemos con derecho, con méritos delante de Dios. Estamos
seguros de que, si Dios es justo, debe sumarnos puntos. Sacamos pecho delante
de Dios. Nos paramos erguidos. Le vamos con pretensiones. Imaginamos que lo
hemos endeudado con nosotros, que ahora él está obligado. Suponemos que lo
hemos impresionado, que él nos está aplaudiendo, que lo hemos dejado con la
boca abierta… Luego, si tenemos derecho o mérito, esperamos como reconocimiento
cosas que queremos. “—Dios debería darme salud, un trabajo, una novia, una
casa, reconocimiento, buenas notas en los estudios, esto o aquello…”
Hermanos,
en realidad casi nadie hace o dice todo esto explícitamente, abiertamente, frontalmente,
delante de Dios. Lo hacemos sutilmente, solapadamente, inconscientemente. Casi
no nos damos cuenta de que adoptamos esta actitud de pretensión. Puesto que en
la escuela, en el trabajo, en la sociedad, e incluso en la familia, todo reconocimiento
o premio tenemos que ganárnoslo con cosas de peso (logros, desempeños,
esfuerzos, etc.), sutilmente pensamos que lo mismo es delante de Dios. Lo damos
por sentado. Sin embargo, no es así. Delante de Dios todo es por gracia, y cuando
lo perdemos de vista, y pensamos que merecemos algo, caemos de la gracia.
Antes
de dejar este punto, quiero decir algo, para que no se lleven un mal entendido:
no es que Dios no vaya a mirar nunca algo que hayamos hecho, ni a recompensar. La
Biblia dice que sí lo hará. Pero, ¿qué cosas nuestras recompensará, qué cosas
nuestras le agradan y lo hacen sonreír? No las cosas que hacemos en nuestras
fuerzas para ganarnos su favor, sino lo que hacemos o vivimos por la fe en
el Señor Jesucristo, y para la gloria de Dios, para que se reconozca, o se note,
o se refleje algo suyo. Dios recompensará por gracia solamente estas últimas
cosas.
Quien cae
de la gracia es insensato (Gál 3.1). Este
texto dice que es un necio, un torpe, un estúpido. Porque abandona la relación en
los términos que Dios ha puesto, y quiere imponerle los propios términos. Dios
dice: “Yo quiero darte gratuitamente todas las cosas”, y el creyente dice: “No
gracias, quiero ganármelo, merecérmelo”. ¡Es una verdadera estupidez! Es entrar
a una relación de mérito, al sistema meritorio. Dios aborrece esta relación
meritoria, porque en esa relación nosotros nos miramos a nosotros mismos, y no
nos vemos como somos, pecadores merecedores de ira, pobres y necesitados de
todo. Nos vemos como grandes, fuertes, admirables, y dignos de aplauso, con derechos.
A nosotros, en cambio, suele irritarnos un poco la relación de gracia, porque
nos humilla, porque nos dice que no tenemos nada para ofrecer. ¿Saben cómo se
llama esto? Se llama “confiar en la carne”, en cosas propias. Vanagloriarse
(Fil 3.3). A los que promueven esto, Pablo los llama “perros”, y “malos obreros”.
El fariseo que oraba en
el templo estaba en un sistema de
mérito: él se miraba a sí mismo, encontraba cosas de peso, se las atribuía a
sus propias fuerzas, y luego se ponía de pie delante de Dios, pensando que se
merecía su aceptación, reconocimiento y premio. Ese fariseo no recibió lo que creía
que se merecía, porque se vanaglorió.
En lugar de agrandarnos
por cosas de peso (supuestamente nuestras), y esperar algo de parte de Dios, debemos
permanecer en la gracia, como ya vimos. Pablo tenía muchas cosas de peso, pero permanecía
en la gracia de Dios. Miren lo que decía: “Antes creía que esas cosas [de peso] eran
valiosas, pero ahora considero que no tienen ningún valor debido a lo que
Cristo ha hecho” (Fil 3.7). “En
cuanto a mí, que nunca me jacte de otra cosa que no sea la cruz de nuestro
Señor Jesucristo” (Gál 6.14). En lugar de
vanagloriarnos en las cosas de peso que encontramos en nosotros, debemos conocer
más la gracia de Dios, confiar más en ella, y disfrutar más.
Hermanos míos, yo les
confieso de nuevo. Yo lucho mucho con este sistema meritorio, con mi vanagloria
y jactancia… Veo en mí cosas de peso: libros, título, función de líder, algunos
logros, vida cristiana… me las atribuyo a mí mismo, pienso que por eso puedo merecer
algo de parte de Dios… Pero por la gracia de Dios, muchas veces que busco el
rostro del Señor, él tiene la bondad de mostrarme su gracia, y me deleito en él.
Hermanos,
estamos en la gracia. No caigamos de ella, permanezcamos firmes allí.
Gracias por tan edificante y cuestionadora reflexión, respecto a nuestros deslices amorosos con esa dama peligrosa llamada autosuficiencia. Como dice la S. Escritura nuestras mejores "obras" son trapos de inmundicia para el Señor. La Gloria única y exclusivamente para Él.
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