Juicio de valor
Juicio de valor
Por: Luis Caccia Guerra para
www.devocionaldiario.com
“Si nos aferramos fuertemente a nuestra
propia debilidad, a nuestros defectos, a nuestras fallas y a nuestro
pasado retorcido, a todos los acontecimientos, hechos y situaciones
que preferiríamos arrancar de nuestra propia historia, sólo nos
estamos ocultando tras un vallado a través del cual cualquiera nos
puede ver. Lo que hemos hecho es reducir nuestro mundo a un pequeño
escondite adonde tratamos de ocultarnos, sospechando más bien
penosamente que todo el mundo nos ha visto.” (Henri Nouwen)
Una de mis series favoritas de ciencia-ficción
es “Star Trek”, traducido al español como “Viaje a
las estrellas”, creada por Gene Roddenberry allá por 1966 y
que desde entonces lleva doce películas, una serie de animación y
cinco series para la televisión. Cada vez que la fabulosa nave
interestelar “Enterprise” entraba en combate, era atacada
o se introducía en una zona de riesgo, el capitán lo primero que
pedía era un reporte de daños.
Es que necesitaba conocer a ciencia cierta con
qué contaba y con qué no. Qué se había roto y qué se encontraba
operativo, quiénes estaban y quiénes no; a los efectos de tomar las
decisiones adecuadas. Es decir, con la mayor precisión posible,
evaluar, cuantificar la situación a fin de conocer con qué recursos
se cuenta, cuáles son las posibilidades, cuáles las fortalezas y
cuáles los puntos débiles. Esto es nada más ni nada menos que un
“juicio de valor”.
Las consecuencias de numerosos descuidos, los
resultados de esas “licencias” que muchas veces nos tomamos en la
vida engañándonos a nosotros mismos creyendo que “un poquito de
esto no me va a hacer mal” muchas veces son previsibles, son de
esperar. Pero a veces lo inaudito, la fatalidad, la adversidad,
simplemente irrumpen en nuestras vidas sin previo aviso ni permiso.
“No importa cuán grande sea el problema.
Lo que sí importa es dónde está. Si interfiere entre Dios y yo o
si me empuja hacia Él.” (Hudson Taylor)
Cuando nos encontramos en medio de una de esas
crisis, “la punta del ovillo” por donde comienza a
desenmarañarse esta complicada madeja que resulta ser nuestra vida,
es justamente un “juicio de valor” serio y responsable. No
importa demasiado en este estadio de la situación, cuál sea, qué
tan grande o qué tan complejo sea el problema. Lo que realmente
resulta crítico determinar es si el problema se interpone entre Dios
y yo o si me empuja hacia sus amorosos brazos.
“Mediante mi propia experiencia en mi
relación con Dios, y al ministrar a otras personas, he llegado a
creer que un gran porcentaje de personas, ya sea vagamente o quizá
incluso claramente, creen que Dios está enojado con ellas. Esta
creencia evita que recibamos su amor, su misericordia, su gracia y su
perdón; nos deja sintiéndonos temerosos, con falta de confianza y
con un sentimiento de culpabilidad. Aunque puede que pidamos perdón
a Dios por nuestros pecados y fracasos, con frecuencia seguimos
sintiendo que Dios está decepcionado y enojado porque no llegamos a
ser lo que Él quiere y espera que seamos.” (Joyce Meyer)
Recuerdo que desde niñito he estado huyendo de
Dios, cuando el deseo de mi corazón era buscarle. La primera vez que
alguien me dijo algo serio acerca de Dios, no tuvo mejor idea que
hablarme del Juicio Final. José, un compañerito de la escuela
primaria, hijo de una familia muy religiosa, me habló de lo que le
estaban enseñando en su iglesia. Por lo visto sus maestros tenían
una efectiva forma de lograr que los pequeños discípulos hicieran
sus mejores esfuerzos en comportarse mejor. El era un buen niño,
pero parece que eso lo preocupaba. Lo cierto es que desde el momento
en que me habló del Juicio de Dios no pude hacer otra cosa que
pensar en eso y comencé a vivir mis días con miedo. La sola idea de
un Juicio Final donde Dios pasaría revista a la lista interminable
de mis pecados y la consecuencia obvia del horrendo castigo que me
esperaba me agobiaba. Me era muy difícil ser un nene bueno. Siempre
fui muy inquieto. Una honda (gomera, resortera, para los hermanos
centroamericanos que nos leen) colgada permanentemente del cuello y
una creatividad muy particular para hacer travesuras engrosaba
continuamente una lista de pecados ya de por sí larguísima, pero
por sobre todas las cosas, muy fáciles de cometer. La sola idea de
un Dios pendiente de cada uno de mis actos y pensamientos ya me
aterrorizaba y angustiaba sobremanera. Con tan sólo nueve años de
edad vivía creyendo que hoy podría ser el último día de mi vida
en el que vería caer fuego desde el cielo sobre mí. Tales ideas muy
lejos de motivarme a ser mejor no conseguían otra cosa que abatirme
y hundirme más en el temor y la culpa. Ahora tenía mis propias
razones para cruzarme a la vereda de enfrente cuando pasaba por una
iglesia. Cuando crecí, simplemente le hice dar un paso al costado a
Dios y opté por no creer más en El.
Muchas veces una familia disfuncional como la
mía, un padre ausente o indiferente, la herida del alma del abuso o
del rechazo, o tal vez una iglesia con demasiadas reglas como para
poder cumplirlas finalmente nos puso de cara con la frustrante
realidad de que no calificamos por más esfuerzos que hiciéramos. Un
juicio de valor.
“Dios se deleita en hacer cosas
imposibles, a través de gente improbable para impartir gracia
abundante a receptores indignos.” (Chip Ingram)
Gracias, Dios, por ayudarme a entender que esa
gracia abundante estaba destinada a receptores indignos como yo.
Gracias por el milagro imposible de capitalizar en beneficio tanto
tiempo perdido, tanta culpa, tanto dolor. Gracias amado Papá Dios
por el milagro imposible de mover el problema que me impedía correr
hacia tus amorosos brazos y hacer que en lugar de ello, me empuje
hacia ti.
Porque
por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros,
pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque
somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las
cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.
(Efesios
2:8-10 RV60)
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