Al transponer el Jordán
Por: Luis Caccia Guerra para
www.devocionaldiario.com
Nuestro fox-terrier estuvo internado. Sí,
leíste bien. EL PERRO internado en una veterinaria en una unidad de
cuidado intensivo.
Hace once años, cuando nuestra hija era aún
una niña, lo trajimos con fines terapéuticos para ella. Apenas
tenía unos días de vida y aún no abría los ojitos. Nuestra hija
se levantaba varias veces durante la noche a darle leche en una
mamadera. Y así cuidó de él hasta que se pudo valer por sus
propios medios. Yo, por mi cuenta, lo hostigaba para que ladrara. A
veces pienso que yo le enseñé a ladrar... ja, ja! ¡Hasta hace unos
días hacía lo mismo, y el tipo salía ladrando enfurecido hacia la
puerta como para comerse a alguien!
Siempre dije y sostuve que el fox-terrier es
parte de la familia y al momento de comenzar a escribir estas líneas,
cuando se encontraba al borde de la muerte, lo pude percibir así más
que nunca. Ese perrito con sus achaques de viejito, su hígado en un
hilo, sus riñones comprometidos, un soplo en el corazón y artritis
en caderas y rodillas (las articulaciones de las patitas traseras)
definitivamente, fue mucho más que la mascotita; fue parte de la
familia. Haberlo tenido internado resultó ser lo mismo que tener a
un ser querido en un hospital.
Interrumpí varias veces la escritura del
presente artículo, que originalmente fue un mail a uno de los
pastores de nuestra iglesia. Por ello, tal vez no se haga fácil al
lector ordenar los eventos cronológicamente. Cuando el doctor trajo
a casa el fox-terrier, al principio, nos pusimos contentos porque
venía con nuestro “gua-gua” de vuelta. Pero la felicidad se
esfumó en un segundo. La realidad cayó por su propio peso. Lo traía
para morir en casa. Al momento de escribir estas líneas estamos
todos llorando. Vive, pero tiene una falla hepático-renal grave y
agoniza. Es cuestión de horas. Morirá entre esta noche y mañana
sin que nada podamos hacer. Por lo menos lo hará en casa, junto a
sus seres queridos.
Al terminar de escribir el presente artículo
han transcurrido unos días más. A las 10:30 de la mañana del
martes, el travieso inspirador de “Polo Sport”, “Compañero”,
“El cepillo de dientes”, entre otras bendiciones que el Señor
nos enseñó a través de él; abandonó este mundo. Hoy, entre
lágrimas, siento el vacío, el frío y el dolor de su ausencia. Se
ha ido. Ya no está. Lo que el Señor nos mostró y enseñó a
través de él siempre me hizo pensar si no era un angelito que Dios
había enviado a nuestras vidas. Insisto: no era sólo la mascotita
de la familia. Era parte de la familia.
Lo bueno de todo esto: Dios usó estas
circunstancias para acercarnos más a El, y El obró. Nuestra hija
está triste y llora, nosotros también, pero entendemos que la
muerte es un proceso parte de la vida.
Lo adoptamos, le dimos un nombre, lo amamos con
todo el corazón, cuidamos de él y estuvimos con él hasta su último
suspiro.
Y acaso ¿Dios no hizo lo mismo con nosotros?
Nos adoptó en su familia, nos hizo hijos
suyos. Nos amó con todo su inmenso corazón de Dios. Nos cuidó,
estuvo y estará con cada uno de nosotros hasta nuestro último
aliento cuando llegue el momento en que debamos entregar esta vida
que nos ha sido prestada y dar nuestro último paso de fe al
transponer el Jordán.
Pero
cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo,
nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que
estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de
hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no
eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por
medio de Cristo.
(Gálatas
4:4-7 RV60)
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