En el amor no hay temor

Por: Luis Caccia Guerra para www.devocionaldiario.com

A poco de mi conversión, el pastor me invitó a leer una porción de las Escrituras desde el púlpito, delante de la congregación. ¡Qué emoción! En realidad, ya conocía, ya había tenido la oportunidad de experimentar esa sensación de estar delante de mucha gente leyendo algo. Durante mis años en la escuela elemental y luego en alguna celebración en la escuela secundaria (preparatoria). Pero en la Iglesia, era la primera vez y eso le daba un toque muy especial al evento. ¡Si hoy viniera el pastor a ofrecerme una oportunidad como esa -cosa que dudo que haga- seguro le diría que no! Recuerdo que aquella vez, vencido ese pequeño temor y nerviosismo del principio, leí mi porción bíblica con claridad y sin problemas. Pero algo raro que no podía discernir estaba sucediendo. Era más que una lectura. En otras iglesias tuve la oportunidad, inclusive, de dar el sermón del domingo a la noche muchas veces. Pero nunca fue lo mismo. Aquella vez, cuando bajé, alguien me dijo: “-Parecías un pastor.”

Una semana después, entraba en la oficina del pastor diciéndole entusiastamente: “-Pastor, ¡quiero ser Pastor!”

Apenas tenía dos meses desde mi conversión en la familia de Dios. Sobradas razones tenía el pastor para tener mucho cuidado con lo que me aconsejaba.

Han transcurrido desde aquella oportunidad, treinta y cinco años. Sin embargo esas escenas de mi vida me han perseguido todo el tiempo. Vuelven a mi mente una y otra vez con nítida y diáfana claridad, como si hubiesen ocurrido ayer.

Alguien sabiamente me desafió hace poco a verme no como yo me veo a mí mismo, sino tal como Dios me ve. Literalmente, puso a girar mi cabeza en otro sentido. Hoy descubro que he estado treinta y cinco años de mi vida diciéndole a Dios porqué yo no debo abrazar el ministerio. Hoy descubro que he permanecido treinta y cinco años de mi vida en temor, con miedo y esgrimiendo cientos de razones y argumentos ante Dios.

Así como he dicho a Dios que no puedo con el ministerio, que no soy apto, que no lo merezco, también le he dicho a Dios que no tengo la casa de mis sueños porque no puedo, porque no la merezco, porque no califico para obtenerla. No tengo las condiciones de trabajo que quiero, pero fundamentalmente necesito; no vivo la calidad de vida que quiero pero lo que resulta ser más importante: necesito; necesitamos, digo, mi familia no la tiene por mi causa. No tengo el ministerio que Dios puso en mi corazón, porque he estado argumentando delante de Dios miles de razones por las cuales no califico.

Y tal vez en esta oportunidad tenga razón y realmente sea así. NO CALIFICO.

Hay dos razones fundamentales:

-Un tipo como yo no debería ejercer el ministerio.
-No soy apto, no soy capaz, no voy a poder, no me lo merezco, no es para mí.

Y ese es justamente el problema: No califico y no soy apto. Pero eso es lo que yo veo de mí y desde mi pobre y propia perspectiva. Pero… ¡qué le importa a Dios si califico o no, si en mi precaria visión voy a poder o no, si a mi modo de ver me lo merezco o no! Moisés no fue el mismo después de los cuarenta años en el desierto (Exodo 2:15 y cap. 3). Pedro no pudo haber escrito esas maravillosas cartas llenas de esperanza para las generaciones venideras de creyentes, si no hubiese pasado por aquella amarga noche en que lo negó al Señor tres veces antes de que el gallo cantara (Mateo 26:34 y 75; I Pedro 1:1-5).

¡Durante treinta y cinco años transcurrieron muchos amaneceres escuchando al gallo cantar tantas veces que ya perdí la cuenta! ¡He vivido toda una vida quemándome en tantas ardientes arenas del desierto! Paralizado por el miedo, la duda, el temor, la incertidumbre. Hoy tomé esa decisión, dí ese paso de obediencia en fe y las piezas del rompecabezas de mi vida y familia comenzaron a encajar. Hoy hemos comenzado a mover las palancas que mueven el Trono de Dios.

Una cosa ha ido llevando a la otra. Hace tan sólo unos días, no había esperanzas, el futuro planteaba más sombras que luces. Ayer firmé la autorización de venta del terreno “invendible”. Ya está en venta. Hay una esperanza, chiquita, pero esperanza al fin, de que finalmente Dios abra las lluvias de bendiciones de los cielos y la casa “incomprable” esté a la compra (I Reyes 18:44). El libro “inescribible” se está escribiendo, lentamente, pero se escribe. La travesía de un ministerio imposible y prácticamente toda una vida vedado ha comenzado con un tímido paso. La vida que soñé comenzó a trascender los límites de un sueño para comenzar a concretarse en realidad.

La gente que está pegada en el pasado ya murió y la gente que está pegada en el futuro aún no ha nacido.” (Pilar Sordo).

Hoy entendí que no puedo vivir atado a mi pasado que me condena, temeroso del futuro que me asusta y esclavo del presente que me paraliza y encadena. Hoy dejo de decirle a Dios que no sabe nada, que no tiene idea de mi vida. Hoy dejo de decirle a Dios cuán grandes son mis problemas para darme la vuelta y decirle a mis problemas CUAN GRANDE ES DIOS.

Hoy aprendo que no sé cómo puedo creer en una mansión celestial si no tengo las agallas para mover el trono de Dios por una pequeña casita en este mundo. Hoy descubro que no sé cómo voy a poder caminar en las calles de oro de la Ciudad Celestial, si todavía no aprendí como caminar en las calles de barro de este mundo.

Mucho falta por caminar. Nada sé sobre el futuro, pruebas vendrán. Nada sé sobre cómo ni en dónde terminará esto. Sí sé que las elecciones correctas han sido realizadas; que las decisiones correctas han sido tomadas, que hoy estamos en proceso según los sueños de Dios y eso es lo que cuenta.

En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor.
(1 Juan 4:18 RV60)

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Comentarios

  1. El Señor cumplirá en mí su propósito. Tu gran amor, Señor, perdura para siempre; ¡no abandones la obra de tus manos!. (Salmos 138:8) .
    Bendiciones siervo fiel.

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