No siempre tenemos las bendiciones que queremos



Por: Luis Caccia Guerra para www.devocionaldiario.com


Hace unos días recordé otro de mis episodios de mi niñez. Tendría tal vez unos nueve años de edad. Era Navidad y la expectativa del “regalito” había eclipsado todo proyecto de esa semana. Finalmente el día llegó y el tan ansiado momento de retirar mi regalito a las doce de la noche del pie del árbol navideño, se concretó. Pero al abrir el paquete… ¡Qué tremenda desilusión! ¡Un par de zapatillas! ¡Yo quería un juguete!

Entonces, una tía sabiamente me dijo: -Si esa es tu forma de agradecer, tal vez no tengas nunca más tu regalo de Navidad. Esas palabras se clavaron como saetas en el medio de mi pequeño corazoncito… Me quedé pensando largo rato, hasta que por fin rompí el silencio y dije algo así como: -¡Gracias! ¡No sé como agradecer el regalo de este año! En realidad lo estaba diciendo con toda sinceridad, había entendido que había niños en el mundo como yo que esperaban grandes cosas, pero que ni siquiera un par como esas humildes zapatillas habían podido recibir esa noche. Debo confesar que disfruté ese par de zapatillas como nunca lo he hecho con otras, y hoy, a poco menos de medio siglo el recuerdo se hace presente en mi memoria como si el evento hubiese sido ayer.

Sin embargo, lo que sí ocurrió ayer, es que pude ver con claridad que desde mi infancia el Señor ya estaba empeñado en enseñarme cosas. Y esta es una de ellas.

Hace ya tiempo le pido al Señor mejoras en lo laboral. También le pido al Señor con vehemencia, una casa. Ninguna de las dos cosas viene. Como si Dios se hubiese literalmente ausentado de mi vida.

Cuando se enteró de que quien esto escribe comenzaba a escribir en Devocional Diario, un querido amigo de Buenos Aires llamó a mi móvil y entre la gran alegría compartida -¡lo disfrutaba como si le estuviese ocurriendo a él!- me dijo: -“¿Te das cuenta de que se te dan TODAS?”. Me quedé por unos segundos tildado. En ese momento pasaba un momento terrible. He pasado malos momentos, pero las situaciones que viví en ese lugar, con esa gente y en esa época, no tengo recuerdos de haberlas vivido peores. De modo que cuando salí de mi asombro y recuperé el sentido pensé antes de contestar: “¿Cuáles todas?” y acto seguido se lo pregunté.

Es claro: tenía en mis manos bendiciones que a pocos les habían sido dadas. En aquella época fue el momento cumbre de mi propio ministerio. Editaba una revista que llegaba a Japón, Israel y Francia entre otras comunidades de habla hispana, y comenzaba a escribir en Devocional Diario. El Señor me había hecho bendición para muchos pero yo perseguía otras bendicioncitas más chiquitas y más inmediatas, como el juguete en lugar de las zapatillas que eran más útiles y necesarias a un niño de casi diez años.

Hoy la historia parece repetirse, aunque con pedidos algo más grandes que un par de zapatillas: una casa y mejores condiciones laborales. Sin lugar a dudas, son cosas necesarias y legítimas. Y está bien que se las pidamos y aún reclamemos al Señor. Pero nada, comparadas con las bendiciones que a veces Dios nos da y las tenemos en poco.


Con frecuencia solemos decir: “Dios no me bendice” cuando no tenemos las bendiciones que a nosotros nos gustan y queremos tener.

Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros,  por la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús; porque en todas las cosas fuisteis enriquecidos en él,  en toda palabra y en toda ciencia; así como el testimonio acerca de Cristo ha sido confirmado en vosotros, de tal manera que nada os falta en ningún don,  esperando la manifestación de nuesto Señor Jesucristo; el cual también os confirmará hasta el fin,  para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios,  por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor.
(1 Corintios 1:4-9 RV60)


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