Creciendo en la Gracia
Por: Luis Caccia Guerra para www.devocionaldiario.com
Hubo una época en mi vida en que cada domingo a la mañana no
pasaba un culto en la iglesia sin que yo tuviera que pedir perdón a alguien por
algún motivo. Uno de esos tristes momentos, recuerdo, cayó justamente el día de
mi cumpleaños. Aún permanece vívido en mi mente el recuerdo como si hubiese
sido ayer.
¿Qué significaba eso? ¿Qué yo era el peor de todos y los
demás perfectos, que nunca se equivocaban con nadie ni se tenían que humillar
ni disculpar por nada? Eso es lo que al menos, parecía. Sin embargo si había
una realidad, es que mi autoestima iba de mal en peor.
Indudablemente, los otros también cometieron faltas contra
mí, sólo que no lo reconocieron a tiempo o
debidamente. Si alguna vez reconocieron algo, lo hicieron a medias o con
argumentos, pretendiendo alguna clase de negociación. “Reconozco que hice esto
o aquello, pero tú también me has ofendido en esto, esto, esto otro, más esto y
…” ¡larguísima la lista!. El reconocimiento y las disculpas de una falta de
poca monta a cambio de una multitud de las mías. ¡Qué triste actitud!
Siempre fui impulsivo y vehemente, con muchas dificultades
para medir las consecuencias de mis actos. En ese sentido, no puedo menos que
sentirme profundamente identificado con el carácter de Pedro el Apóstol. A
menudo reaccionaba mal y muchas veces tuve que afrontar las consecuencias de
mis actos. Nada duele más a un corazón sincero y quebrantado delante de Dios que la ofensa cometida, a veces no
tanto como el dolor de la víctima de la ofensa. Al que no le importa, simplemente no le
importa. Pero no hay con qué comparar el dolor de quien se presenta delante de
Dios con un corazón contrito y humillado
por el daño cometido en perjuicio de otros. En ese entorno, a veces es más
triste y doloroso ser victimario que víctima.
En mi caso, al dolor de la ofensa cometida, hubo que sumarle
el de haber tenido que pagar y afrontar las consecuencias de haber sido más
tonto que los demás. Los otros supieron “negociar” sus faltas. Lo mío fue
rendición incondicional a cambio de nada, sin más argumentos ni estrategias.
Una situación a todas luces desigual.
Si esto se da así en una Iglesia; en una amistad profunda y
de muchos años; en una relación de pareja, noviazgo o matrimonio; o tal vez
entre hermanos de una misma familia, o padres e hijos, algo no está bien. Si se
trata de una relación que involucra mutuo respeto, confianza, lealtad,
compromiso, contención recíproca, pero fundamentalmente amor incondicional
entre las partes, para su subsistencia; situaciones como éstas, simplemente son
inadmisibles.
La rendición ante las faltas, no importa el ámbito en el que
se den, o si por comisión u omisión (lo que se hizo y no debió hacerse o lo que
debió haberse hecho y no se hizo) debe ser recíproca, incondicional, sin
argumentos, sin más estrategia que un corazón contrito y humillado que sufre
por el daño hecho en perjuicio del otro y el otro corazón que duele por la ofensa
recibida y ambos claman por perdón, sanidad y restauración.
Las faltas no se negocian. Los argumentos inteligentemente
bien construidos, la diplomacia, las estrategias, están para el ámbito de las
personas que no se aman.
Aprender a perdonar, fue para quien esto escribe un proceso
largo, difícil, penoso. Y aún no termina. Tuve que sufrir en carne propia mis
propios desprecios, ofensas y agravios para poder comprender qué se siente “del
otro lado”. Aprende a perdonar quien tiene mucho de qué ser perdonado. Tuve que
pecar mucho y hacer mucho daño para aprender cuánto Jesús tuvo a bien
perdonarme SIN MERECERLO. Eso es GRACIA.
Hoy difícilmente reaccione ante la ofensa. Prefiero
guardar silencio. Una cuestión de convicción y otra de práctica: De convicción,
porque el corazón me arde y late con fuerza, me pongo todo colorado, pero
prefiero bajar la mirada y golpear mi pecho como decía el publicano: “Dios sé
propicio a mí pecador”, porque un día yo estuve del lado del que hoy me está
ofendiendo. Por otro lado, una cuestión de práctica; porque muy lejos de herir
mi autoestima, no tener la valentía de responder, o ser tan tonto como para no
percatarme de maltrato o creer que me lo merezco ¡lo tomo como de quien viene!.
Por
lo cual también nosotros, desde el día
que lo oímos, no cesamos de orar por
vosotros, y de pedir que seáis llenos
del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual,
para que andéis como es digno del Señor,
agradándole en todo, llevando
fruto en toda buena obra, y creciendo en
el conocimiento de Dios; fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad; con gozo
dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los
santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en
quien tenemos redención por su sangre,
el perdón de pecados.
(Colosenses 1:9-14 RV60)
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