Construyendo murallas



Por: Luis Caccia Guerra para www.devocionaldiario.com


Jericó fue una importante ciudad del valle del Jordán, conocida como la ciudad de las palmeras (Deuteronomio 34:3). La ubicación geográfica de Jericó le favorecía el dominio sobre el bajo Jordán y de los pasos que conducían  a los montes del oeste, de tal modo que la única manera que los israelitas tenían de avanzar hacia Canaán, era pasando por Jericó, y no había otra forma de hacerlo sino tomando la ciudad. Pero para tomar la ciudad, había que traspasar sus murallas. Hoy en día esto parece sencillo de la mano de la tecnología militar. Tal vez unos cuantos cañonazos o un par de misiles hubiesen sido suficientes como para abrir una brecha para que la infantería pudiera pasar e invadir la ciudad. Pero en aquella época, no se disponía de tal artillería ni de la maquinaria militar apta para semejante empresa. De tal manera que después de una semana de dar vueltas a la ciudad, los sacerdotes portando el Arca y al son de bocinas, al séptimo día dieron siete vueltas y al final de la séptima, al toque prolongado de las bocinas, el ejército del Señor rompió en un fuerte clamor y las murallas finalmente se derrumbaron.  

En algún momento leí que en un edificio se habían producido serias averías estructurales gracias a la vibración de un electrodoméstico que funcionaba mal. Tal parece que la onda de vibración sonora del aparato alcanzó lo que se denomina frecuencia de resonancia de la estructura y produjo serias resquebrajaduras en un sector del edificio. Una explicación semejante alguien intentó con las murallas de Jericó. Al parecer, la onda sonora del son de bocinas y el clamor del ejército habrían hecho estragos en un sector de la estructura de la muralla y ésta cedió. El hombre puede buscar todas las explicaciones que quiera pero nunca terminan de dilucidar el cien por cien de los interrogantes. La ciencia humana siempre deja alguna pregunta sin responder. Quien esto escribe, prefiere quedarse con la única explicación posible: la sabiduría y el colosal poder de Dios en acción cuando un grupo de creyentes apoyados en no otra arma que su fe, puede remontar un resultado inexorablemente adverso y obtener una estruendosa victoria cuando todo parece perdido y sin más salida que el más triste y estrepitoso fracaso.

Sin embargo, todos nos parecemos en algo, a Jericó. Vivimos construyendo murallas alrededor nuestro. Tal vez sean mucho más sutiles que una muralla de piedras como la de Jericó, pero murallas al fin.

Ya en el huerto del Edén, Adán y Eva hicieron delantales de hojas de higuera. “Oí tu voz en el huerto,  y tuve miedo,  porque estaba desnudo;  y me escondí” (Génesis 3:10) fue la respuesta de Adán al Señor cuando le llamaba. Nunca dijo: “me dio pudor”, “tuve vergüenza de permanecer desnudo ante ti”, o cosas por el estilo que cualquiera de nosotros respondería o sentiría hoy en día.  En realidad la desnudez a la que Adán le temía no era justamente la de exhibir sus partes íntimas delante de su Padre. No hablaba de su cuerpo físico, sino del otro más profundo, de ese que inconcientemente vivimos ocultando todo el tiempo, el del alma. “Desnudar el alma es cosa de valientes” afirma Elizabeth Wright, y además de conocimientos, sobradas razones tiene.

Jericó estaba segura de sí misma con su muralla. Había confiado su protección a un montón de piedras que consideró inexpugnable. Jericó sonreía, hasta que el estruendo del derrumbe borró la sonrisa de sus rostros y junto con ello hizo desaparecer la muralla y la única protección con la que contaban y en la que confiaban.

Y así somos: Si alguien nos llamara “hipócritas”, las reacciones serían de lo más variadas, dependiendo de cada persona y de su estado de ánimo. Pero sin lugar a dudas existirían entre todas ellas unos cuantos denominadores comunes: malestar, incomodidad, tal vez enojo...

Existe una clase de hipocresía que genera rechazo, que como seres humanos a veces ejercemos pero nos cuesta mucho perdonar. Es esa falsedad conciente, la que deliberada y premeditadamente, esconde, tergiversa, confunde, miente o muestra solo una parte de la verdad. Fingir lo que realmente no se es o no se siente. A los cristianos no nos gusta hablar de esto.

Sin embargo, hay otro tipo de simulación totalmente inconciente, que no planeamos ni remotamente premeditamos. Una especie de “mecanismo de defensa” que tiende a encubrir nuestro verdadero ser, de la mirada, de la observación, del alcance de los demás. Una forma, en un amplio sentido de la expresión, de “vestir” nuestra más íntima
desnudez, la del alma. Así como cubrimos nuestro cuerpo físico con ropas y prestamos más atención aún en poner a cubierto aquellas partes íntimas cuya exposición nos causa pudor, de igual manera, ese mismo mecanismo inconsciente nos lleva a taparnos, a escondernos, a cubrir lo más íntimo de nuestro ser de la mirada de los demás.

Un mecanismo que es responsable y generador de una inmensa cantidad de conductas y actitudes con las que nos manejamos e interactuamos a diario con los demás... e inclusive con nosotros mismos. Este “medio de defensa” es parte de todos los seres humanos, sin importar si sean creyentes o no.

A veces alguien viene y nos derriba la muralla que con tanto cuidado hemos construido, descubre una mentira (¿quién dijo que los cristianos no somos capaces de mentir, manipular una porción de la verdad e inclusive ocultar?) o ese sentimiento, esa intención solapada que hemos escondido inconcientemente, inclusive de nosotros mismos; y nos sentimos como Adán en el huerto: “Tuve miedo, me ví desnudo y me escondí”.

Los delantales de hojas de higuera de Adán no fueron la primera moda en materia de ropa. Resultaron ser en realidad los primeros planos de murallas para “protegernos” de la mirada de los demás.

y conoceréis la verdad,  y la verdad os hará libres.
(Juan 8:32 RV60)


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