Aprender a quererme



Por: Luis Caccia Guerra para www.devocionaldiario.com


Hace un tiempo atrás, alguien me dio a conocer una revelación que tenía mucho que ver con mis años de juventud, mis amigos de entonces, que hoy siguen siendo los mismos, mi noviazgo con quien actualmente es mi amada esposa y mi propia personalidad de aquellos años. No valen la pena los detalles. Lo que sí me resulta oportuno poner de relieve es que esa noche podía haber afuera un cielo bellamente estrellado, pero para mí resultó ser una noche cerrada en tinieblas y oscuridad. De más está decir que mi estado anímico no era el mejor, precisamente. Luego de esto fue aún peor al sumarle la opresiva decepción que experimenté al conocer lo que se me revelaba acerca de la supuesta actitud de quienes consideraba no mis amigos, sino ¡mis hermanos!.

Al conocer esa terrible versión, por un momento me aturdí y ciego de ira, profundamente decepcionado y ya no con “raíces de amargura” (Hebreos 12:15) sino con un bosque entero de dolorosa amargura en mi corazón, me senté en la computadora que a las doce de la noche aún estaba encendida, y escribí un mail “bomba” a mis amigos reprochándoles severamente su supuesta actitud de hacía veinticinco años e insultándolos gravemente. Alguna vez escribí que si te gusta un libro o un artículo, a veces –no siempre, claro está– no es la mejor idea querer conocer a su autor. Pues bien, parece que este es uno de esos casos. ¿Quién dijo que los escritores y cristianos no tenemos momentos así? Nunca en mi ceguera pasó por mi cabeza que tal vez esa revelación podía ser una interpretación personal y subjetiva de ciertas conductas,  actitudes y circunstancias; pero que sin ánimo de mentir, no necesariamente la verdad objetiva. Muchas veces, con convicción y con las mejores intenciones de nuestro corazón, decimos “nuestra propia verdad”, lo cual no implica que nuestra versión de las cosas sea necesariamente la más objetiva.

Había formas más “civilizadas”, pero por sobre todas las cosas más CRISTIANAS de proceder. Pues, bien, esa noche “el viejo hombre” (Efesios 4:22) emergió con todo su furor y lo que Dios me había dado para su Honra, para ministrar y enaltecer su Nombre fue utilizado para atacar, romper y destruir: la palabra. Aunque días después, más tranquilo, volví a sentarme en la misma computadora y pedí perdón por el terrible desatino de aquella noche, al momento de escribir esto ha transcurrido ya tiempo. Algunos amigos aún no quieren hablarme ni escribirme. En cambio, esa semana, un amado lector y amigo de Buenos Aires, me llamó. “¿Ya bajaste un cambio?” preguntó afectuosa y pacientemente. Un nudo se hizo en mi garganta y apenas si atiné a decir “sí…” ¡Gracias mi amado hermano!

Esta terrible anécdota, junto con sus consecuencias y la actual actitud de no poder perdonar mi lamentable exabrupto de algunos quienes muchas veces me dijeron “mi hermano, te amo”, sirvió de algo; como no podía ser de otra manera con quienes “aman a Dios y conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28).  Me recordó algo de mi juventud, que ya creía completamente superado y olvidado.

Cuando era un joven no sabía perdonar. Cualquier cosita que alguien me hiciera, por pequeña que fuese a mí me ofendía sobremanera y no la podía perdonar. Aún cuando tenía claro que Dios me había amado y todo me lo había perdonado, nada más ni nada menos que a mí.

Muchos años de lucha y oración me llevó conocer la raíz del problema. Quien esto escribe tenía muy baja autoestima. Por ello creía que cuando alguien cometía alguna falta contra mí, lo hacía porque yo era poca cosa y le resultaba fácil ofenderme en lo más absoluto de mi indefensión y en medio de la total impunidad.

Antes de aprender cómo perdonar, tuve que entender primero que nada de lo malo que a mí me había pasado lo había elegido ni provocado yo, y a partir de ese punto comenzar y aprender a quererme a mí mismo.

La emoción y la tristeza que es para bendición (II Corintios 7:10); las lágrimas afloran al momento de escribir estas líneas, de revivir el pasado para edificar en la vida de otros, para edificar en tu vida. Y es que sólo en la medida en que yo mismo pude comenzar a quererme, pude ir entendiendo el amor de Dios hacia mi persona y todo lo que me había sido perdonado en la cruenta cruz del Calvario. Y es que no se da lo que no se tiene. Si no recibiste perdón difícilmente puedas tenerlo para poder dárselo a otro.

En cuanto a la pasada manera de vivir,  despojaos del viejo hombre,  que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre,  creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad. Por lo cual,  desechando la mentira,  hablad verdad cada uno con su prójimo;  porque somos miembros los unos de los otros. Airaos,  pero no pequéis;  no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al diablo.
(Efesios 4:22-27 RV60)


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