Una mano que no me soltará
Una mano que no me soltará
Por: Luis Caccia Guerra para
www.devocionaldiario.com
Hace un par de semanas tuve oportunidad de
escuchar un mensaje vibrante. Uno de esos sermones que sin aplausos y
sin estridencias, sin gritos ni susurros; dijo lo que tenía que
decir y cómo tenía que decirlo. La Palabra y el Espíritu de Dios
se ocuparon del resto. Se movilizaron corazones esa mañana y se
tomaron decisiones de fe. Uno de los que tomó decisiones de fe, es
quien esto escribe.
En medio de ese mensaje, estuvo esta anécdota:
La mamá y su pequeña hijita a punto de cruzar
una gran avenida. Entonces, mamá dice:
-Hija, tomate de mi mano, que vamos a cruzar.
-¡No, mamita! ¡Agarrate vos de mi mano!
Respondió la niña.
Un gran signo de pregunta se hizo en la cabeza
de la mujer. ¿Desde cuándo su pequeño angelito estaba en
condiciones de enseñarle a su mamá a cruzar una gran avenida?
Como si supiera lo que mamá pensaba, la
chiquitita añadió:
-Si yo te tomo de la mano, me voy a soltar. Si
vos me agarrás a mí ¡seguro que no me vas a soltar!
¡Qué-formidable-lección!
En estas últimas semanas he tomado decisiones.
Me estoy apartando de hábitos de vida arraigados profundamente desde
hace muchos años que molestan, entorpecen, interfieren en mi
relación con Dios. Por lo tanto todo mi entorno se ve resentido;
ministerio, salud, familia, trabajo, amigos, iglesia.
Los ataques tampoco se hicieron esperar. Esta
semana el nivel de las situaciones de maltrato franco y descarado que
desde hace poco más de cuatro años me toca afrontar subió a
niveles inauditos. Pero una vuelta más de rosca, finalmente sirvió
para darme cuenta de que en mis intensos diálogos con Dios, no he
estado haciendo otra cosa que decirle a Dios cuán grande es mi
conflicto en lugar de decirle al conflicto cuán grande es Dios.
“Si enfrentas tu debilidad como una
desgracia, podrás confiar en la oración únicamente en casos de
extrema necesidad, y llegarás a considerar la oración como una
obligatoria confesión de tu impotencia. Pero, si ves tu debilidad
como aquello que te hace digno de amor, y si siempre estás preparado
para sorprenderte del poder que el otro te adjudica, descubrirás a
través de la oración que vivir significa convivir.”
(Henri Nouwen)
“Si nos aferramos fuertemente a nuestra
propia debilidad, a nuestros defectos, a nuestras fallas y a nuestro
pasado retorcido, a todos los acontecimientos, hechos y situaciones
que preferiríamos arrancar de nuestra propia historia, sólo nos
estamos ocultando tras un vallado a través del cual cualquiera nos
puede ver. Lo que hemos hecho es reducir nuestro mundo a un pequeño
escondite adonde tratamos de ocultarnos, sospechando más bien
penosamente que todo el mundo nos ha visto.”
(Ibid.)
“De tal hombre
me gloriaré; pero de mí mismo en nada me gloriaré, sino en mis
debilidades.
Y me ha dicho:
Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad.
Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades,
para que repose sobre mí el poder de Cristo”. (Apóstol Pablo
- 2 Corintios 12:5 y 9)
Hoy me rindo ante Él. Esta semana he escuchado
la palabra “perdedor” varias veces. Ya no me avergüenza. Me
honra ser esa clase de “perdedor” que hoy se rinde, que hoy
entrega su derrota en las mansas manos de Dios, porque esa es mi
victoria.
Hoy resuelvo perdonar, en la certeza de que
perdonar no es una cuestión de sentimientos, sino de decisiones. Hoy
perdono y dejo de maldecir, porque no es mi batalla, sino Su batalla,
toda vez que es Dios quien debe -y lo hará- poner las cosas en su
lugar.
Abraham se quejó delante de Dios porque no
tenía hijos. Dios le dijo que saliera de su tienda y mirara hacia
arriba, a ver si podía contar las estrellas. Tal la descendencia que
le daría. (Génesis 15:1-5)
¡Lo sacó afuera y le hizo mirar hacia arriba!
Abraham dentro de su tienda no podía mirar
otra cosa que sus propias circunstancias. Cuando decido perdonar y
pedir a Dios que sane las heridas de este corazón roto; cuando
decido rendirme y entregar a Dios mi derrota; estoy saliendo de mi
tienda, dejo de mirar mis circunstancias y miro hacia arriba.
Es cuando le pido inocentemente a Dios que sea
Él quien me tome fuertemente de mi mano, porque como la niñita del
principio, sé que Él no me soltará.
Mis
ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen,
y yo les doy
vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi
mano. Mi
Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede
arrebatar de la mano de mi Padre.
Yo y el
Padre uno somos.
(Juan
10:27-30 RV60)
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