Crónica de una caída
Crónica de una caída
Por Luis Caccia Guerra para www.devocionaldiario.com
Autorizado para ser publicado
en: www.larocaministerios.blogspot.com
L
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as
tecnologías militares de hoy en día han desarrollado armas de destrucción
masiva, que tienden a aniquilar al adversario matando a la mayor cantidad
posible de personas con cada dispositivo. Cuantos más muertos y más daño deje
el arma, mejor.
Pero
en el combate de campo las cosas son diferentes. Una de las estrategias es
“producir la baja”, que no siempre implica la muerte del soldado, sino
“inutilizarlo” de tal manera que no pueda volver a combatir y que el enemigo
deba gastar tiempo y recursos en rescatar y retirar a los heridos o moribundos
del campo de batalla.
El
Príncipe de las Tinieblas emplea una táctica muy similar para tratar con los
cristianos. Los deja “inutilizados” y tirados en el campo de batalla. En pocas
palabras: Produce la baja.
En
este punto resulta oportuno hacer la distinción entre “perdido” y “caído”.
“Perdido” es una persona que nunca conoció los favores del sacrificio de Cristo
en la cruz. Que
aún vive bajo el dominio del pecado. En cambio “caído” es aquel que habiendo
conocido a Jesús como su Salvador, por diversas circunstancias experimenta una
“caída”, se aleja del Señor y de la iglesia, vuelve al mundo.
Son
muy diversas las causas por las que un hermano abandona la iglesia. Algunos
“se enfrían”, son atraídos por las cosas que les ofrece el mundo. En otros
casos, la influencia de su entorno es más poderosa que la de su iglesia local y
terminan apartándose. Muchos otros caen en pecado y ya sea por doctrinas
erróneas o por ignorancia se sienten definitivamente perdidos y sin capacidad
de gozar del Perdón y de la Gracia de Dios ni de perdonarse a sí mismos.
Una
amarga decepción, frustraciones, sueños no cumplidos, una prueba no superada,
enojarse con Dios, son circunstancias que también pueden conducir a un
cristiano a su caída. Desacuerdos con la metodología, enseñanza, doctrina,
liturgia, o proceder de los hermanos que forman parte del liderazgo de la
iglesia, resulta en numerosas ocasiones motivo suficiente para que un hermano,
con razón o sin ella, decida abandonar la iglesia local e inclusive, se aparte
del Señor.
Las
relaciones personales juegan en este tópico un protagonismo singular. Un roce,
un entredicho, un malentendido, un intercambio verbal aparentemente
insignificante, un problema o conflicto con algún hermano o inclusive con algún
líder de la iglesia, sin importar que tan grave o leve sea; la expresión poco
feliz de un predicador o la liviandad de una afirmación desde el púlpito; también
son causa frecuente de que hermanos terminen dejando la iglesia y finalmente
abandonen al Señor.
No
son las únicas causas, motivos ni circunstancias. Sólo hemos mencionado
rápidamente las más frecuentes. Pero todas estas tienen al menos, dos
denominadores comunes:
1-Salvo
un problema de cierta gravedad, en general se trata de procesos relativamente
lentos, graduales, que comienzan con un primer evento al que generalmente no se
le atribuye mucha importancia.
2-Más
allá de la importancia relativa de las situaciones -que nunca pasaron
desapercibidas a los líderes de turno- no fueron debidamente atendidas o
quedaron mal resueltas.
Muchos
creen que un simple malentendido no es de por sí suficiente motivo para que un
hermano experimentado termine abandonando la iglesia. Si eso
piensan, realmente desconocen o subestiman el poder del ADVERSARIO. Una
situación mal atendida o no resuelta, sin importar que tan grave o leve sea,
tal vez no es suficiente por sí misma para que un hermano abandone la iglesia o
caiga en pecado, pero definitivamente es la punta de una complicada madeja que
Satanás conoce cómo manipular a la perfección. Una situación mal atendida abre una
senda única que conduce a otra y sólo a esa determinada situación, y así
sucesivamente va encadenando en el transcurso del tiempo un laberíntico camino
de eventos que no se hubieran dado si la situación original hubiera sido bien
resuelta. Al final del mismo termina con la caída y/o alejamiento de un
hermano, inclusive con el éxodo de familias enteras de la iglesia. Los líderes
actuales de muchas congregaciones parecen ignorar esto o bien no le prestan la
debida atención… o tal vez la presencia de un hermano con experiencia, que sabe
y conoce no es “conveniente” en ciertas comunidades que tienen sus “trapitos
sucios” y sea políticamente apropiado dejarlo ir sin más, ni más….
Después
nadie sabe que pasó realmente. Ya nadie recuerda que esa familia o ese hermano
hace un par de años acusó los síntomas de una situación que fue mal atendida o
no fue resuelta como era debido.
El
episodio de Juan que continúa, es ficción. Pero unos cuantos elementos de esta
historia han sido tomados de la realidad. Obviamente hay situaciones y
situaciones. A veces a quienes toman la drástica determinación de separarse de
su comunidad los asiste la razón… otras veces no.
Juan
era un hermano muy comprometido con las cosas del Señor. Se esforzaba. Con sus
días brillantes y sus días oscuros, con sus aciertos y sus errores, con sus
éxitos y fracasos, procuraba servir a su Señor. Amaba a su Señor por sobre
todas las cosas. Juan era una persona en quien se podía confiar. Era celoso de
su trabajo en el Señor. Se había equivocado muchas veces y vuelto a empezar
otras tantas. Lleno de proyectos, iniciativas, ideas. Nunca estaba ocioso.
Era
reservado, no hablaba mucho. Solo abría su corazón y con mucha cautela ante
quien sabía ganarse su confianza. No era de estar presentando quejas, salvo que
algo lo afectara directamente a él, su trabajo o a su familia. Sufría en
silencio la mayor parte de los desaciertos, las desinteligencias, inclusive el
sutil maltrato. Perfil bajo, en pocas palabras. Perfil bajo, muchas veces se
confunde con “tonto”, “apocado” y rara vez se asocia con el valor de la “humildad”.
Si eso ocurre en una comunidad, va a tener que revisar y examinar
cuidadosamente su escala de valores.
Un
súbito sacudón en su vida, lo afectó más de lo que él mismo se podía dar
cuenta. Si antes era reservado, ahora lo era aún más. Pidió varias veces
oración por sus necesidades y las de su familia, como así también por amigos y
conocidos a los que había llegado con el mensaje de Nuestro Señor. Pero comenzó
a retraerse. Ya no tenía tanta iniciativa, asistía poco. Cada vez tenía
relación con menos hermanos. En un cálculo conservador, estuvo como mínimo, un
año asistiendo a una sola de las reuniones de su iglesia y esto una sola vez al
mes, solamente cuando le tocaba presentar su ministerio. A pesar de todo, su
compromiso era con el Señor, por lo tanto continuó ocupándose de sus tareas ministeriales
como lo había hecho siempre. Pero si algo fue notorio, es que en todo ese
tiempo nadie se acercó a él para decirle: “hermano, veo que viene de vez en
cuando… ¿puedo saber qué sucede, le puedo ayudar en algo?” ni nada por el
estilo. Por ahí alguien esbozó un aventurado, sutil y muy diplomático, por
cierto: “hola, hermano, hace mucho que no lo veo”… y punto. Ni preguntar por
error “¿Qué le sucede?” no sea cosa que atenderlo comprometa, ni “¿le puedo
ayudar?” ¡a ver si dice que sí!. Unas cuantas veces lo invitaron a reuniones
que no le ofrecían la contención ni lo que él necesitaba. Después de un año,
vino a tono de reproche de parte de un líder: “no se ve bien que vengas sólo
cuando tienes que presentar tu ministerio”, pero en todo ese tiempo, ese mismo líder
nunca preguntó “Juan, ¿te pasa algo?, ¿puedo ayudarte con eso?”. Y si tal vez
lo preguntó, fue tan sutil y diplomático que Juan no pudo darse cuenta de ello.
A
esta altura de los acontecimientos no se le pasaron desapercibidas ciertas
actitudes, como velados silencios a modo de respuestas, toda vez que el
silencio es la peor de las respuestas. Es la que más mal se interpreta.
Un
día no pidió más oración. La frustración, la insatisfacción, la falta de
contención y la prueba por la que pasaba hicieron que el desaliento y la
tristeza ganaran terreno sobre la fe y la esperanza dentro de su corazón.
Comenzó a apartarse. Su asistencia se fue haciendo cada vez menos frecuente.
Pidió oración y ayuda cuando estuvo en condiciones de hacerlo. Decidió llamarse
al silencio cuando perdió la confianza a raíz de algunas situaciones que lo
afectaron, pero que fueron mal atendidas y otras no resueltas. Finalmente,
después de varios años, decidió separarse de esa comunidad.
Después
de varios meses, contactó a través de una red social, a alguien que decía ser
su amigo. “Hace tiempo que no te veía,
pero no me animaba a preguntar” le dijo. Si era tan amigo… ¿cómo es que no
se animaba a preguntarle?
La
confianza es un delicado castillo de cristal. Puede costar años construirlo y
tan sólo un descuido derribarlo.
Trasladado
este episodio al terreno espiritual, cuando un hermano que es cumplidor y
trabajador, se aleja y no pide más auxilio es porque se está ahogando. Ya
perdió la capacidad de pedir socorro. Pide socorro el que está a punto de
ahogarse. El que ya se está ahogando no lo puede hacer, el agua en su garganta
y pulmones le impide gritar para hacerlo.
Había
responsables de numerosos descuidos. Durante mucho tiempo estuvieron
observándolo a Juan sin una acción concreta. Justamente ese largo período de
observación “como bicho bajo la lupa” sirvió de argumento inteligentemente bien
elaborado y pretexto para justificar la inacción de quienes debían asistirlo. Si
Juan no quería hablar, nadie tenía por qué irrumpir en su intimidad ni
obligarlo a que lo hiciera. Eso y meterse por la ventana de su casa es
exactamente lo mismo. Pero su silencio era síntoma de su ahogo espiritual. Lo
menos que se esperaba es que quienes estaban en posición de hacerlo restauraran
la confianza y el nexo perdido. Nada de eso pasó. Un corazón se abre cuando
impera la confianza.
Nunca por medio de una “cirugía espiritual” compulsiva.
Son
más de las que te puedes imaginar, las ocasiones en las que la sabiduría de
hombres se pone en evidencia y naufraga junto con el que se ahoga cuando en el
medio de una laguna espiritual ahí justo al lado tuyo, está a punto de ahogarse
un hermano y los inteligentes y muy bien elaborados argumentos de quienes
pueden ayudarlo son más fuertes que sus gritos. No nos alcanza la inteligencia
ni la imaginación para reproducir los numerosos argumentos tan brillantemente
elaborados e íntegramente basados en la Biblia, por supuesto; para no hacerse
cargo del error.
Cuando
un hermano dice abiertamente que no va a decir lo que le pasa, no está bien
pensar: “Ah, el hermano tal no quiere decir lo que le pasa, no comparte nada
con nosotros. Si no viene y dice lo que le pasa no podemos ayudarlo”.
Lo
correcto es que habría que ponerse a pensar: “El hermano tal no abre su corazón,
por algo será” que es otra cosa bien distinta y en esos términos involucra
directamente a quienes deberían asistirlo. Porque si a un hermano no le quiere
decir algo a su líder de turno, a
alguien mas SÍ se lo va a decir… ¿por qué a uno sí y a otro no? ¿No será
que no supieron ganarse –NO CONQUISTAR, cuidado que no es lo mismo– su
confianza… o en todo caso “administrar” si cabe la palabra, esa confianza que
alguna vez les dio?
Saber
“ganarse” la confianza de alguien es
el sujeto pasivo, es el ser merecedor de ella sin acreencias de ninguna
especie. Es recibir la distinción. Es el otro el que te halló apto y por lo
tanto decide otorgarte la condecoración desde lo profundo de su corazón.
Distinta
es la “conquista”. Es la voz activa.
Es el salir lisa y llanamente a apropiarse de la confianza del otro. Es
literalmente arrebatársela, reclamarla de alguna manera. Constituirse en
acreedor de la misma. Obtenerla a través de la treta psicológica. El empleo de
sutiles estrategias de seducción. Lograr que el otro te entregue su confianza.
En
un reportaje que realicé hace tiempo atrás al Pastor Capitán Ricardo Bevilacua,
del Ejército de Salvación, me comentó off the record que él se ponía a
conversar con las personas, pero más que conversar, a acompañarlas, a escucharlas.
Oraba con ellas y les hablaba con sinceridad, del Señor.
Sin
invadir su intimidad. Sin llamar a nadie para hacer molestas preguntas.
Simplemente hallaban confianza en su actitud afectuosa, sincera y ellos solos
abrían espontáneamente su corazón. Así debe ser. Así es como funciona y no de
otra manera.
Hace
poco vi la última parte de una película de combate. No soy habitué de este tipo
de películas en las que se muestra violencia, muerte, horror. Con sólo leer los
diarios ya tengo suficiente de estas cosas. Lo que me gustó esta vez, es que ni
bien fue rescatado y habiendo afrontado numerosas bajas, el militar a cargo del
pelotón, que también había resultado herido, informó inmediatamente a su superior:
-¡Hay hombres caídos, mi Capitán!
-¡No se preocupe, soldado!. ¡Nos haremos cargo! Respondió
su superior.
“Nos haremos cargo”. Eso
es lo que hacen todos los ejércitos del mundo con sus caídos tan pronto como
pueden hacerlo. Sin embargo, hay ocasiones en las que el ejército de Dios deja
abandonados a los caídos en el campo de batalla.
Ahí
esta el kid de la inteligente estrategia del Adversario. Miles de cristianos
han comenzado su proceso de caída hoy mismo. Un pequeño roce, un leve
intercambio verbal sin importancia. Una cierta incomodidad. Todas situaciones
que se hicieron conocer, que se manifestaron abiertamente a su debido momento,
que no pasaron desapercibidas, pero que no fueron atendidas o fueron mal
resueltas. Satán no se preocupa demasiado. Sabe que al final de ese camino que
hoy iniciaron, tarde o temprano está la caída y que van a quedar tirados en el
campo de batalla. Sólo es cuestión de tiempo. Esos ya no lo van a molestar más.
No se van a volver a levantar, ni van a ganar más almas, ni van a ser de
bendición para nadie más.
Sin
duda alguna, hay hermanos y comunidades cristianas que se ocupan más que otras
de sus caídos. Hay iglesias que por lo menos dedican un tiempo de oración por
esos hermanos “que se han ido, para que vuelvan” e inclusive salen a visitarlos
e invitarlos de nuevo. Unos pocos vuelven. Pero sólo eso. Las comunidades y una
inmensa cantidad de líderes no reconocen sus errores, por lo que de ahí a salir
en rescate de los caídos… la diferencia no es justamente un detalle menor. No
tenemos lucha contra sangre y carne... (Efesios 6) y cualquiera de nosotros
puede caer en el fragor del combate.
En
las iglesias hay muchos más “Juanes” de los que puedes imaginarte.
Cuando una persona llega a una
iglesia es porque tiene necesidades espirituales.
Cuando se aleja de ella, lo hace
exactamente por las mismas razones por las que vino: porque tiene
necesidades espirituales.
Yo conozco tus obras, y tu
arduo trabajo y paciencia; y que no
puedes soportar a los malos, y has
probado a los que se dicen ser apóstoles,
y no lo son, y los has hallado
mentirosos; y has sufrido, y has tenido
paciencia, y has trabajado arduamente
por amor de mi nombre, y no has
desmayado. Pero tengo contra ti, que has
dejado tu primer amor. Recuerda, por
tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras; pues si no,
vendré pronto a ti, y quitaré tu
candelero de su lugar, si no te hubieres
arrepentido.
(Apocalipsis 2:2-5 RV60)
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