930 años no fueron suficientes para olvidar lo que se perdió
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Es difícil imaginar la carga mental de
Adán. Él fue el único ser humano que conoció el mundo antes de que se rompiera.
Nosotros nacimos en el caos; para nosotros,
el dolor y la muerte son "normales". Para Adán, no.
Durante nueve siglos (Génesis 5:5), cada
vez que se cortaba la piel, recordaba cuando no existía el dolor. Cada vez que
veía a un animal morir, recordaba cuando no existía la muerte. Cada vez que
sentía frío, recordaba la temperatura
perfecta del Edén.
Históricamente, vivir 930 años significó
algo devastador: Adán tuvo que ver las consecuencias de su propia decisión
multiplicarse por generaciones. La Biblia registra que Adán vivió lo suficiente
para ver nacer a Lamec (la novena generación). Imagina esto: Adán no solo tuvo
que enterrar a su hijo Abel; tuvo que vivir siglos viendo cómo sus
descendientes se volvían cada vez más violentos, construyendo una sociedad lejos
de Dios.
El pecado no fue solo un error moral, fue
una catástrofe cósmica. La "Caída" cambió la naturaleza misma de la
realidad (Romanos 8:20-22). Adán vivió casi un milenio siendo testigo ocular de
esa degradación. Su memoria fue su mayor tortura: recordar la voz de Dios
caminando en la brisa de la tarde, y contrastarla con el silencio de los siglos
posteriores.
Esos 930 años no fueron un regalo de
longevidad; fueron un tiempo de duelo prolongado por un Reino perdido.
Pero justo ahí radica la belleza de la
promesa. Adán no podía volver al jardín, pero Dios ya estaba trazando el camino
hacia una Ciudad mejor.
La memoria de lo perdido duele. Pero la
promesa de lo que viene sana.
Esa nostalgia. Nuestra esperanza no está en
volver al Edén, sino en ir hacia la Nueva Jerusalén. ¿Miras atrás o adelante
hoy?
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