Resentimiento


Hay enfermedades que causan terribles daños en el cuerpo, inclusive, la muerte. Pero existe un flagelo mucho peor que la más cruel y devastadora de las enfermedades: el resentimiento.

Un rose, una disidencia, diferencias; un gesto, rechazo, celos; un intercambio de palabras al que en su momento no se le dio suficiente importancia… pueden ser tantas las causas que lo generan. Lo realmente terrible es que comienza con un acto aparentemente sin mayor relevancia y sutilmente va desarrollándose, creciendo, tomando fuerza; envenenando, devastando, erosionando; lenta, pero eficazmente el alma.

Sólo es cuestión de tiempo. Pueden ser horas, días, años inclusive. El resultado final es exactamente el mismo. Una causa a la que no se le prestó la debida atención o no fue resuelta como corresponde en su momento, hoy genera una molestia. Mañana es un rechazo, en cierto tiempo más, odio ardiendo, quemando y corriendo literalmente como ríos de lava devastando a su paso el alma y el espíritu.

El resentimiento es una herida del alma. Una herida dolorosa, muy dolorosa por cierto. Ha llevado a personas al asesinato y/o al suicidio en los casos más extremistas. El dolor por la misma puerta que entró es por donde deberá salir. No hay otro método. A menos que la persona que padece tal infección espiritual no haga algo al respecto, el final de la enfermedad es el mismo: cometer alguna clase de acto por el que deberá llorar amargas lágrimas de arrepentimiento; añadirle más dolor a su padecimiento. El resentimiento es la puerta dolorosa de una tumba en la que nos sepultamos nosotros mismos y con ello nuestros sueños, vida, familia, relaciones.

Durante años guardé un intenso odio hacia un creyente que me estafó. Dormía mal, me encontraba con frecuencia en las noches dándole golpes a la almohada. Mi matrimonio se resintió y estuvimos a punto de separanos. Mi ministerio se vino abajo y pronto dejé de congregarme. Mientras, la otra persona siguió con más de lo suyo sin importarle en lo más mínimo mi sufrimiento. Años me costó comprender que el único que se hacía daño era yo mismo, que estaba hundiendo mi propio barco y que con ello arrastraba hacia el fondo del mar a mi familia y a quienes me rodeaban.

Una palabra de Dios me dio claridad y me liberó. Nuestro perdón no absuelve ni renueva el crédito al ofensor. Tampoco nos hace vulnerables ni nos convierte en blanco nuevamente del victimario. El perdón libera a la víctima de las tenazas de maldad con las que la tenía atrapada.

El resentimiento es una puerta dolorosa que hay que reconocer, enfrentar y volver a salir por ella. Va a doler, pero perdonar y dejar las cosas en las manos de quien corresponde, liberará tu alma.

Que el Espíritu del Señor se haga evidente en ti y seas liberado de las tenazas del resentimiento.

No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal.
(Romanos 12:17-21 RV60)

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